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Lacaton & Vassal ganan el premio Pritzker con una arquitectura que certifica el cambio

La pareja francesa lleva 30 años construyendo una arquitectura poco visual que resuelve los grandes problemas energéticos y sociales

Anatxu Zabalbeascoa

Torre de apartamentos y oficinas en Ginebra, el último proyecto hasta la fecha de Lacaton & Vassel. En él, pudieron aplicar sus ideas desde cero y sin necesidad de remodelar el edificio.

16 de marzo 2021

Tomado de elpais.com

Nunca demoler. “La demolición es la solución más fácil, pero es también una pérdida de energía, materiales e historia y un acto de violencia. La transformación es hacer más y mejor con lo que existe”, así describen los ganadores del Premio Pritzker 2021 Anne Lacaton (Saint-Pardoux, 65 años) y su marido, Jean-Philippe Vassal (Casablanca, 67 años), el trabajo que llevan tres décadas realizando. Hubo un tiempo en que muchos arquitectos sintieron la necesidad de escribir un libro-ideario —en general, críptico y vistoso— que explicase sus intenciones, sus teorías, su manera de entender o enredar la arquitectura. Los nuevos ganadores del Pritzker no escribieron, construyeron ese ideario.

Casa Latapie (1993)
Torre Bois Le Prête de París (2011)

Lo entendieron desde el principio, cuando, tras estudiar arquitectura en Burdeos, Lacaton se trasladó a Níger, donde ya trabajaba Vassal. Allí todo escaseaba y lo poco se reciclaba. Para cuando construyeron su primera vivienda —para los padres de Anne— en Floriac, el campo que rodea Burdeos, habían hecho suya esa manera de afrontar la construcción. La casa Latapie (1993) imitó la solución de los invernaderos cercanos para doblar su superficie sin apenas gasto y con grandes ventajas energéticas. La nueva fachada construida con polímeros aislaba la casa en invierno, la sombreaba en verano y la ampliaba todo el año con un espacio intermedio. Ese abrigo económico, fácil de construir, que reduce el gasto energético aislando un edificio ha sido su gran aportación a la arquitectura. Tras la casa familiar llegaron los grupos de viviendas en los que se sofisticó la idea y, con el tiempo, y con la ayuda de Frédéric Druot y Christophe Hutin, consiguieron llevar esa estrategia aislante a un edificio: la Torre Bois Le Prête de París. Corría 2011, 96 familias vieron crecer su piso y disminuir su recibo de la luz sin desembolsar más que la derrama prevista para el aislamiento.

Transformación de 530 viviendas en Burdeos (2017)

Con esa idea, Lacaton & Vassal llevan 30 años construyendo en Francia y también en África. Hace dos años, la aplicaron a la reforma de 530 pisos en tres bloques de viviendas sociales de Burdeos. La Comunidad Económica Europea les concedió el premio Mies van der Rohe al mejor edificio del continente. La arquitectura de Lacaton & Vassal no se ve, pero es radicalmente transformadora. Cambia la vida de las personas. Está basada en las ideas y cuidada —nunca sacrificada— por las formas. En las memorias de sus proyectos figura, junto a los habituales metros cuadrados, la cifra del coste de esos metros. Para ellos, el uso que se hace del dinero —y el respeto a un presupuesto— es tan importante como la memoria o el impacto que despierta una forma. Puede que hablar de dinero sea poco elegante, o de pobres, pero ceñirse a un presupuesto es respeto, un ingrediente básico para construir confianza y bienestar.

Plaza Léon Aucoc de Burdeos (1996)

La Plaza Léon Aucoc de Burdeos revela cómo ese respeto se aplica al espacio y al gasto público. Corría el año 1996, el Ayuntamiento de su ciudad les encargó embellecerla. Y los arquitectos fueron a la plaza para hablar con la gente que la utilizaba. No entregaron planos sino un informe. La plaza tenía calidad, usuarios y encanto. Los árboles estaban bien puestos: junto a los bancos, dando sombra en el perímetro. Los jubilados jugaban a la petanca y los niños y los ancianos convivían. No se podía embellecer. Recomendaron aumentar la limpieza. El Ayuntamiento renunció a ponerse una medalla de cara a las siguientes elecciones y aceptó la propuesta. Todos hicieron bien su trabajo. Como si la honestidad fuera un asunto contagioso.

Palais de Tokyo (2012)

Algo parecido sucedió cuando ya se habían trasladado a París. En 2012, la reforma del edificio déco del Palais de Tokyo había quedado obsoleta e inacabada. Les pidieron intervenir. Decidieron no enyesar ni pintar los muros de obra iniciando —involuntariamente— una moda povera que llegaría a muchos centros de arte. Lo que ellos querían era ahorrar presupuesto y ampliar espacio. El Palais es hoy un rompedor escenario del cambio. Más allá de exposiciones de arte contemporáneo, es un espacio polivalente (20.000 metros cuadrados mayor) que acoge desfiles de moda y presentaciones.

23 unidades de vivienda semi-colectivas, Trignac, Francia (2010)

Con 33 años de profesión, este hubiera sido un premio tan audaz como contestado hace una década, cuando muchos de los más reputados arquitectos se llevaban las manos a la cabeza ante la obra de Lacaton & Vassal. Hoy, tras haber sido distinguidos con el Premio Schelling (2009), la Medalla Tessenow (2016) o el Mies van der Rohe (2019), entre otros, este Pritzker es un premio justo que reconoce lo que otros han sabido ver antes o han tenido la valentía de atreverse a apoyar.

Casa D, Lége-Cap-Ferret, (1996-1998)

Un premio es su jurado y hay jueces que certifican, otros que defienden a capa y espada lo que mejor conocen y otros que se atreven a mirar más allá. Antes de recibir él mismo el galardón en 2016, el chileno Alejandro Aravena estaba en el jurado del Pritzker en 2012, cuando consiguió que medio mundo descubriera, con Wang Shu, que no todo se estaba destrozando en China. Ahora, como presidente del mismo, cuesta no ver el entusiasmo del chileno en este reconocimiento que durante la pandemia ha llevado a los jueces “a pensar en el sentido colectivo de la arquitectura y en el legado que esta supone para la siguiente generación”. La crítica arquitectónica ha distinguido tradicionalmente la arquitectura de la construcción. O, mejor dicho, no se ha tomado la molestia de hacerlo, simplemente ha ignorado el 95% de lo que se ha construido en el mundo, como si la mala arquitectura no fuera arquitectura. Por ese agujero, se han colado corrupciones urbanísticas, problemas sociales, desastres energéticos, una atávica desconfianza entre la sociedad y la profesión de arquitecto y una absurda limitación en su campo de actuación. La capacidad para librar la enseñanza de prejuicios es lo que implica el Pritzker a Lacaton & Vassal. O lo que es lo mismo: la constatación de que no todos los alumnos de arquitectura pueden hacer un Guggenheim pero sí pueden mejorar la vida de las personas —ese antiguo ideal de la profesión—. Así, este Pritzker tendrá un impacto tan importante en las escuelas de arquitectura como, es de esperar, en el propio premio. Reconociendo a arquitectos “radicales en su delicadeza y audaces en su sutileza” —en palabras de Aravena— el Pritzker demuestra que quiere no solo coronar lo exquisito y singular, también quiere colaborar en cambiar lo mejorable. Es ahí donde la arquitectura tiene su gran reto.

ACA

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Arquitectura que no deja indiferente:

OMA envuelve para regalo

En Gwanggyo, al sur de Seúl, la oficina fundada por Koolhaas ha estrenado un edificio para los grandes almacenes The Galleria: un cubo de 10 plantas envuelto en triángulos pétreos y rodeado de un lazo facetado de vidrio por el que se circula

Anatxu Zabalbeascoa

Exterior de los almacenes The Galleria, diseñados por OMA en Gwanggyo (Corea del Sur).

23 septiembre 2020

Tomado de elpais.com

Lo feo también sorprende. A veces porque molesta, otras incomodando. El nuevo edificio de OMA, la oficina fundada por Rem Koolhaas, para los grandes almacenes coreanos The Galleria, en Gwanggyo, al sur de Seúl, quiere ser una roca. El inmueble busca añadir peso visual a la falta de historia de esta ciudad-dormitorio levantada a 25 kilómetros de la capital en 2004. Anhela sumar capas de expresión y arraigar más el nuevo edificio que la mayoría de los rascacielos que, según los arquitectos holandeses, componen la ciudad. Ciertamente, el panelado pétreo triangular de diversos colores —marrón, ocre y beige— invita a pensar en la geología, aunque remite, más directamente, a la inestabilidad de ciertos minerales: las construcciones cristalinas que, de tan brillantes, lejos de seducir deslumbran. Y, de manera mucho más mimética a las construcciones recreativas del parque junto al lago Suwon, en la ciudad que comparten una misma paleta de colores y una misma idea de dividir en triángulos el acabado. Una roca es una forma mineral estable. Y este cubo deformado por su envolvente parece querer ser orgánico desde lo inorgánico: los triángulos pétreos coloreados que lo envuelven pixelándolo.

Interior de la cinta de vidrio facetado que rodea a los grandes almacenes.

Una banda externa, asimétrica de vidrio facetado parece escurrirse por el exterior rodeando el edificio. Más cercana a una madriguera que a un pasillo, funciona como una grieta que parece estallar desde el centro del inmueble. Permite el paso de la luz y ofrece una iluminación nocturna de los almacenes sorprendente: algo así como un fuego fatuo. La banda existe para facilitar el acceso y recorrido de los clientes. No es la primera vez que en un edificio se circula por un recorrido exterior. Más allá de los inmuebles de vivienda con ese tipo de acceso, estos grandes almacenes hacen pensar en el Pompidou de Piano y Rogers en versión extraterrestre. O primitiva. Y esa incapacidad de situar un edificio en el tiempo forma parte de la sorpresa que ofrece el diseño.

OMA. Imagen del parque junto al lago Suwon.

Es, sin duda, un mérito de los arquitectos que hace posible la construcción de un lugar, pero presenta una paradoja: para dar solidez pétrea a una ciudad OMA aterriza un extraño meteorito. Aquí el plexiglás ha pasado a ser vidrio facetado —como un diamante— y el maquinismo tubular y la fuerza colorista del Pompidou se han convertido en una ostentosa joya. Del pop al despilfarro. De la estética fabril este proyecto viaja no a la cantera sino a la tienda de gemas preciosas. Así, a pesar de la fuerza de la imagen —y de la reinvención interna: en el recorrido se organizan exposiciones y actuaciones que mezclan consumo y cultura— la frescura juvenil del Pompidou queda lejos en un edificio que abraza el exceso retratando así a un lujo que necesita hablar alto. A este nuevo proyecto de OMA, le sucede algo parecido a otro edificio con ecos minerales y fachada de vidrio facetado —como si solo hubieran utilizado el material de lazo— proyectado por Herzog y de Meuron para Prada en Tokio hace casi dos décadas. Ambos edificios están, pero ¿contribuyen a construir el lugar o son más bien edificios-isla?

El valor de arriesgar, sorprender e incluso asustar, hay que reconocérselo siempre a OMA. La pregunta es si es suficiente. ¿En qué y cómo mejora la ciudad? ¿Es una obra de arte artesana e imperfecta? Y, tal vez la pregunta más difícil: ¿Llegará a gustarnos?

ACA

ES NOTICIA

El Centro Pompidou de París cerrará tres años para someterse a una “renovación total”

Las obras comenzarán a finales de 2023 y se prolongarán hasta que acabe 2026, estima el museo. Tendrán un costo estimado de 200 millones

Por Silvia Ayuso

26/01/2021

Tomado de elpais.com

El cierre de museos, esa estampa inédita que la pandemia ha convertido en habitual en muchas partes del mundo, especialmente en Francia, tendrá una continuación no sanitaria en París. A finales de 2023, cuando se espera que el coronavirus no sea más que un mal recuerdo, el Centro Pompidou volverá a cerrar sus puertas durante tres años para someter a una “renovación total” el icónico edificio diseñado por Renzo Piano, Richard Rogers y Gianfranco Franchini que abrió sus puertas en enero de 1977. La idea es que el profundo lavado de cara interior y exterior del edificio situado en el corazón de París y famoso, entre otros aspectos, por su escalera exterior en forma de oruga, esté a punto para celebrar su 50 aniversario a comienzos de 2027.

“Las obras son una garantía para el futuro del Centro Pompidou”, dijo en un comunicado el presidente de la institución, Serge Lasvignes. “Se trata de preservar nuestra primera obra maestra, el edificio, que no ha sido sometido a ninguna renovación profunda desde 1977”.

El principal objetivo de las obras es eliminar totalmente el amianto de la fachada para “responder a las normas de seguridad”, según el Pompidou. También se procederá a un cambio de todas las vidrieras y se tratará la corrosión que sufre la estructura principal y toda la cerrajería metálica. Además, se renovarán la pintura y los suelos y se cambiarán o modernizarán los ascensores, montacargas y escaleras metálicas del foro, entre otros.

Más barato y en menos tiempo

Asimismo, se aprovechará para realizar las renovaciones necesarias para que el edificio, visitado en 2019 por 3,2 millones de personas, “responda a las normas de seguridad, técnicas y energéticas en vigor, así como a las normas de accesibilidad para el público con discapacidades”.
Las obras tendrán un costo estimado de 200 millones de euros. Según dijo la ministra de Cultura francesa, Roselyne Bachelot, al diario Le Figaro, que adelantó el lunes la noticia del cierre del Pompidou, “había dos opciones sobre la mesa: una era restaurar el Centro manteniéndolo abierto, la otra era un cierre total. Elegí la segunda, porque duraba menos y era algo menos cara”. Realizar las obras por etapas manteniendo el acceso al público habría prolongado el proyecto hasta siete años.

La biblioteca del Centro, principal sala de lectura pública de París, será trasladada a un local provisional. Lasvignes quiere aprovechar además el cierre de la sede principal del museo para reforzar sus filiales e impulsar las “colaboraciones” nacionales e internacionales. “Trabajamos ya duramente en proyectos ambiciosos. El periodo de cierre no significará una pausa de nuestras misiones, ¡todo lo contrario!”, sostuvo en el comunicado.

En declaraciones a la Agencia France Presse, el director del Centro Pompidou reconoció aun así el “desafío” que supone cerrar un museo como este en pleno centro de París. Sobre todo cuando otros espacios que constituyen una potencial competencia esperan su estreno. Así ocurre con la colección Pinault en la antigua Bolsa de París, cuya inauguración el pasado sábado ha tenido que ser pospuesta sine die por la pandemia, pero se espera sea inmediata en cuanto el Gobierno permita reabrir los museos y monumentos públicos, cerrados desde el comienzo del segundo confinamiento, el 30 de octubre. No obstante, Lasvignes considera que el Pompidou no podía esperar más para renovarse. “Las obras son indispensables para que siga siendo ese icono mundial de la modernidad y la arquitectura contemporánea que atrae cada año a millones de visitantes. Me felicito de esta decisión que nos permitirá festejar a lo grande nuestros 50 años y que inscribe plenamente el Centro en el Siglo XXI”, sostuvo.

ACA

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Arquitectura, ¿adónde vas?

Los últimos iconos construidos en Corea y Dubái coinciden en el tiempo con proyectos marcados por la preocupación social en México. La crisis obligará a elegir

Anatxu Zabalbeascoa

Exterior de los almacenes The Galleria diseñados por OMA en Gwanggyo (Corea del Sur).

12 de septiembre 2020

Tomado de El País/Babelia

La arquitectura construye el mundo, no puede proyectar de espaldas a él. Para anticipar el futuro y dar respuesta a nuevas urgencias debe arriesgar. El resultado puede acertar o fallar, y entonces convertirse en un testigo incómodo. Ese equilibrio inestable entre tratar de anticipar las necesidades del mañana y erigirse en recordatorio de fallos del pasado convierte esta disciplina en un arte lento. La industria que también es trabaja despacio por otros motivos. Contrariamente a lo que podría sospecharse —por la constante invención de materiales y la imparable mejora del desarrollo tecnológico—, los tiempos de la arquitectura están cada vez más dilatados. En parte porque la tecnología superavanzada o los materiales ultrainteligentes no son siempre los más apropiados, económicos o disponibles; en parte por la burocracia de controles normativos y, en una parte no desdeñable, porque ya hemos aprendido que lo que encarece muchos proyectos arquitectónicos no son solo las ocurrencias, o los malos cálculos, de algunos arquitectos, sino también las contabilidades paralelas: las enormes, y con frecuencia oscuras, cifras que mueve la construcción. Así pues, hace ya mucho tiempo que el juego no está solo en manos de quienes proyectan edificios y ciudades, si es que alguna vez lo estuvo, cuando cliente y arquitecto buscaban un mismo fin: la legendaria inmortalidad.

¿Qué ocurre ahora? ¿Se está dando una arquitectura de reacción ante los grandes problemas que sacuden el planeta? Entre construir en balde un oxímoron como un hospital de campaña permanente —también tiene un coste mantener lo innecesario— o dotar de infraestructuras, por rudimentarias que sean, a quienes las necesitan hay un mundo. Lo primero es incomprensible desde la lógica del uso, pero la lógica de la corrupción es más perversa que la de la función. Lo segundo requiere que el arquitecto sea, además de proyectista, agente social. Entre esos dos extremos hay necesarias ideas de reciclaje urbano, acondicionamiento energético, convivencia cicatrizante con lo existente y, por supuesto, el esfuerzo sisífico de reinventar la pólvora para que no cese el espectáculo. Una pregunta siempre pertinente consiste en descubrir qué es hoy la verdadera pólvora arquitectónica. La respuesta debería extender la sostenibilidad de lo energético y lo material a lo social.

Más allá de un creciente peligro global que pone a prueba nuestra capacidad de acuerdos y evidencia nuestros desacuerdos, la plaga de la covid-19 es un aviso muy serio sobre las formas de vida, la explotación del planeta y las prioridades de las últimas décadas. Esa advertencia se refleja en la arquitectura que se está proyectando ya en intervenciones efímeras que —como sucede durante los grandes eventos— han tenido una escala urbana. Se trata de un urbanismo, en principio temporal, que ha devuelto las calles a los ciudadanos —limitando el tráfico de coches— y que algunas alcaldesas, como las de París o Barcelona, han comenzado a adoptar para transformar permanentemente sus ciudades.

Nueva sede de Swatch en Biel (Suiza), de Shigeru Ban.

Ese espíritu de lógica social no es nuevo. Lleva años presente en trabajos poco publicitados por humildes o porque su construcción no tiene una repercusión económica más que en quien apenas tiene. Informar sobre la convivencia de arquitecturas es una obligación y una riqueza. En la cosecha arquitectónica del coronavirus conviven, como sucede tras las crisis, una mezcla de autocrítica, buenas intenciones y sálvese quien pueda. Junto a las propuestas de reconquista ciudadana —que cuestionan también la prioridad conferida al turismo que ha vaciado los centros urbanos— afloran iniciativas para expandir el ámbito de la arquitectura, propuestas para hacerla seriamente sostenible y también una voluntad de aumentar la espec­tacularidad de la disciplina.

Empecemos por el final. En la versión más llamativa de la nueva arquitectura, el ganador es Rem Koolhaas, al mando del estudio OMA, con los grandes almacenes levantados en Gwanggyo (Corea del Sur), para el grupo empresarial Galleria. Morfológicamente, el edificio trata de acercarse a una roca. Esa ambición deja al espectador con la duda de si se trata de un inmueble realmente feo —y por siniestro justamente sorprendente— o si es de nuevo Koolhaas el que se adelanta a lo que todavía no alcanzamos a comprender. No se trata —no sobra decirlo— de juzgar maniqueamente un inmueble como bonito o feo. Se trata de reaccionar a una primera impresión justificada por los arquitectos a partir de “la falta de peso visual del barrio”, una ciudad dormitorio sin historia a 25 kilómetros de Seúl. Es cierto que el panelado pétreo triangular que lo envuelve logra más expresión que los rascacielos que lo rodean, pero la banda externa —que construye una lúcida circulación perimetral— termina envolviendo la roca como la cinta del lazo en un regalo. Vistas las circulaciones perimetrales de la Biblioteca de Seattle o la de Doha, cabe plantearse si Koolhaas no será fundamentalmente bueno en organizar el desfile de los usuarios y el resto se lo juega al alto riesgo: para arraigar el barrio, ha hecho aterrizar un meteorito.

Otro de los nuevos proyectos es un agujero enmarcado, firmado póstumamente por Zaha Hadid, que inevitablemente también sorprende desde su espectacular forma. Está en Dubái, a pocos metros del rascacielos más alto del mundo, el Burj Khalifa. Se llama Opus, pertenece al grupo hostelero español Meliá y está formado por dos torres unidas en la base y la corona. El agujero que las separa actúa como un patio de luces y permite el control de seguridad en los accesos. Su audacia formal contrasta, sin embargo, con la decisión poco razonable de construir en el desierto con una fachada de vidrio, el llamado muro cortina. Es cierto que ese acabado hace que el propio edificio desaparezca entre los reflejos de sus vecinos, pero más allá de ignorar el genius loci, la lógica energética hace agua y eso termina hablando de pasado. Y pesando sobre el futuro.

Proyecto para ampliar viviendas con estructuras de bambú reciclado de la mexicana Rozana Montiel.

La voluntad de construir rápido y el valor de los espacios intermedios —con ventajas del exterior como la luz natural y la protección de un interior— están presentes en el último de los proyectos inaugurados por el japonés Shigeru Ban: el Campus Swatch en Biel, Suiza. Aquí, la sede de la empresa relojera se abraza a la fábrica de Omega como una lombriz gigante. Se trata de un proyecto muy visual que, sin embargo, es un sobresaliente ejercicio de innovación. Más o menos caprichosa, la forma es consecuencia de una voluntad transformadora: uno de los mayores edificios construidos con madera en el mundo. El Campus es también el mayor proyecto de Ban hasta la fecha y lleva a la arquitectura empresarial lo que su estudio ha aprendido trabajando con la de emergencia. La cubierta —formada por 7.700 plafones de abeto— contrasta con el volumen cartesiano de la fábrica levantada también con una estructura de madera.

Con todo, es la versión más voluntariosa de la arquitectura actual la que resulta más revolucionaria porque busca impulsar cambios mucho más necesarios que arbitrarios. Arquitectas como las mexicanas Mariana Ordóñez y Jesica Amescua defienden la disciplina como proceso colaborativo, es decir, diseñan con los usuarios. Trabajan con comunidades de mujeres identificando necesidades urgentes y proponiendo soluciones constructivas y culturales. Escuchan, dialogan, proyectan y hasta recaudan dinero desde la propia web de su estudio, Comunal. No están solas en esa nueva versión del arquitecto-agente social. Como el estudio Shau en Indonesia o Anna Heringer en Bangladés, también el Pritzker Shigeru Ban recauda donativos para sus llamados proyectos de emergencia: las viviendas temporales que enseña a construir tras terremotos, tifones o —en su propio país— desastres nucleares.

Compartiendo esa urgencia de lo que no admite demora, de nuevo en México, las arquitectos Rozana Montiel y Alin V. Wallach idearon hace unos meses el proyecto Un cuarto más: una sencilla estructura de bambú y aluminio reciclado que —con muy bajo coste y menos de dos semanas de obras— amplía las casas en sus azoteas. En la línea de las viviendas incrementales de Alejandro Aravena, se trata de colocar una casa sobre otra aprovechando la vivienda existente como cimientos y utilizando la distancia del suelo como protección. Los arquitectos buscaban hacer crecer las casas sin esfuerzo y evitando un gran desembolso económico. Montiel habla de combatir el hacinamiento. También de reducir la violencia intrafamiliar.

De la misma manera que la verdadera escritura debe enseñar a escapar, hay una arquitectura que enseña a pensar. Por eso es inesperada. Vivimos una época en la que lo poco está empezando a sorprender más que lo mucho. Y si a la arquitectura espectacular se le resta la sorpresa, ¿qué le quedará? El coronavirus está evidenciando que la necesaria sostenibilidad no es solo una cuestión energética. TheNew York Times lo ha convertido en titular: “Hay que ayudar a los que no tienen nada”. No es únicamente un tema de justicia social, es una cuestión de supervivencia económica: sin clientes, el mercado, como la arquitectura, deja de existir.

ACA

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Muerte y reanimación del monumento

A la ostentosa representación de las estatuas de signo colonial y racista se opone ahora una iconoclastia más elocuente que acabará transformando el rostro del arte público en las ciudades

Ángela Molina

Cabeza de un monumento a Lenin desmontado en 1991, expuesta en la Zitadelle de Spandau, en Berlín.

20 de junio 2020

Tomado de elpais.com

Parecían el matrimonio más sólido del planeta. No se tenían noticias de escándalos ni infidelidades, tampoco de sus opiniones políticas o de su poderoso círculo de amigos. Eran dos pesos pesados con decenas de retoños por todo el mundo cumpliendo impecablemente su papel de observadores sociales, siempre muy bien situados —verticalmente, eso sí— en los parques del edén social, uniendo el Viejo y el Nuevo Mundo, aunque él siempre andaba despistado señalando con su dedo a Mallorca (puede que aposta) y no al lugar de la conquista, allá donde la esposa eleva su ardor al cielo indiferente del siglo XX.

Habían nacido el mismo año, 1886. Ms. Liberty en la bahía de Nueva York (la cigüeña la trajo de París) y Cristóbal Colón en el puerto de Barcelona, el mismo paralelo, cada uno en una cara del Atlántico. Un artista celestina los presentó, hubo flechazo y tras seis años de galanteos anunciaron las nupcias para 1992, coincidiendo con la celebración de los 500 años de la conquista de América y de paso unos Juegos Olímpicos. La boda se celebró en el desierto de Nevada tras un espectacular desfile en la Quinta Avenida que dejaba a las de Versalles en una broma. Así, en resumen, transcurrió la obra in progress de Antoni Miralda, Honeymoon (1986-1992), “símbolo del intercambio de ideas y tradiciones que unieron dos continentes”. En 2017, un periodista preguntó a Miralda si tenía noticias del matrimonio. “No estoy al corriente de su día a día. Los monumentos tienen su propia lógica y su manera de calcular el tiempo”, declaró simpática y perspicazmente.

Pero, como dice la canción, no hay mal, ni amor, que cien años dure.

El arte es un mal relator de los hechos de la historia, aunque puede ayudar a repararla aceleradamente. Sólo hace falta una chispa que incendie una liaison apacible. El pasado noviembre se instaló en Brooklyn, justo frente a los juzgados donde se tramita el juramento de ciudadanía estadounidense, el contramonumento titulado Unity, de Hank Willis Thomas (Nueva Jersey, 1976), un enorme brazo de bronce negro que emerge del suelo apuntando al cielo y que inmediatamente recuerda el gesto de la Estatua de la Libertad. Su diseño partió de un modelo natural de 2 metros y 13 centímetros, el pívot camerunés de la NBA Joel Embiid, y se ha convertido en el símbolo que reivindica las calles de Nueva York como espacio de diversidad racial, sexual y de género. También es el punto de encuentro donde se concentran diariamente los manifestantes al grito de Black Lives Matter (BLM), el movimiento internacional que surgió en 2013 del hashtag creado por tres mujeres líderes de la comunidad afroamericana tras el asesinato del adolescente

Trayvon Martin en Florida a manos de un vigilante de barrio.
Ms. Liberty ama a Mr. Unity. La escultura del brazo ha resultado más eficaz en su ternura que la que se instaló casi contemporáneamente en Times Square —con carácter provisional—, una estatua ecuestre de Kehinde Wiley que representa a un joven afroamericano a caballo vestido con ropa urbana en una composición que subvierte directamente el modelo de los monumentos a los generales confederados de la guerra de Secesión. La pieza, titulada Rumours of War, ha hallado su lugar definitivo precisamente en Richmond, junto al Museo de Bellas Artes de Virginia. Allí permanece intocada, muy cerca de la fila de estatuas dedicadas a los héroes de guerra que en los últimos días han sido dañadas por los manifestantes antirracistas, como ha ocurrido con otros emblemas en la mayoría de ciudades estadounidenses y en las principales capitales europeas.

Unity’ (2019), de Hank Willis Thomas, estatua erigida en Brooklyn (Nueva York) a iniciativa del programa Percent for Art.

Persisten los “rumores de guerra” mientras otras voces más conciliadoras advierten de que no se puede borrar la historia y piden en cambio promover acciones “sanitarias” sobre la estatuaria “supremacista”, que debería o bien estar confinada en almacenes o exhibidas en museos dedicados a la colonización, de la misma manera que hay espacios que nos recuerdan la infamia del Holocausto. Existe un precedente en Spandau (Berlín), un museo inaugurado en 2016 dedicado a las estatuas que fueron desmanteladas durante el siglo XX y que ahora se exhiben sin esplendores y convenientemente contextualizadas. En España, el retraso produce sonrojo. Pocas exposiciones denuncian la presencia en las calles, aún hoy, de monumentos dedicados a esclavistas y simbología franquista. La más reciente, Fantasma ‘77, es una muestra de pequeño formato que arrancó el pasado mes de febrero en el Tecla Sala de L’Hospitalet y viajará por cuatro ciudades españolas; la próxima, Valencia.

En el futuro, las guerras socioculturales persistirán para beneficio, incluso, de la simbología más estimada. Hace unos pocos días, el artista Krzysztof Wodiczko presentó Monument, una de sus habituales proyecciones, sobre la estatua de bronce del héroe unionista David G. Farragut en Madison Square Park, en Manhattan. Sobre el cuerpo del héroe de guerra, modelado por el virtuoso escultor de origen irlandés Augustus Saint-Gaudens, el artista iba volcando las imágenes y los testimonios grabados de 12 refugiados (se calcula que hay 70 millones de desplazados en todo el mundo). Como “reanimador” de monumentos, Wodiczko transforma su experiencia personal (nació en 1943 en el gueto de Varsovia) en síntoma social. Y es verdad que la urbanidad de este tipo de intervenciones artísticas solo se puede saborear con plenitud si se contrastan con actitudes más radicales, como la acción —casi poética— de tirar al Sena la inexpresiva estatua de un esclavista. Pero la era pop nos ha convertido en unos realistas sociales, no en románticos.

Fantasma ‘77. Iconoclastia española. Centro del Carmen. Valencia. Del 1 de julio al 30 de agosto.

Unveiled. Berlin and its Monuments. Zitadelle de Spandau. Berlin. Exposición permanente.

ACA

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Philip Johnson

El mayor estratega de la arquitectura

Una nueva biografía analiza al camaleónico Philip Johnson, creador de modas que pasó de defender el nazismo a construir para Trump

Anatxu Zabalbeascoa

Philip Johnson con Jacqueline Kennedy en Nueva York, en 1983

18/04/2020

Tomado de https://elpais.com

Un klee por menos de 100 dólares. Ese fue el primer lienzo que el estadounidense Philip Johnson (1906-2005) compró en Berlín. Tenía 23 años. Su padre había invertido en aluminio y él nunca tuvo que trabajar para vivir. Esa circunstancia decidió el tipo de arquitectura —siempre nueva, siempre arriesgada— que apoyó durante toda su vida. Otra cosa fue la que el autor del edificio ATT en Nueva York o de las Torres Kio en Madrid logró construir. Pero juzgar por sus edificios a quien llevó la arquitectura y el diseño a los museos, a quien donó al MoMA más de 2.000 obras, a quien consiguió para Mies van der Rohe uno de sus encargos más aplaudidos (la Torre Seagram de Park Avenue) o a quien, en ese rascacielos, diseñó el restaurante más famoso de Manhattan (el Four Seasons) donde sedujo a Andy Warhol o Jackie Kennedy) sería minimizar lo mejor y lo peor de su legado.

Aunque él propio Johnson autorizó su primera biografía, y varios le dedicaron polémicos libros, un nuevo volumen, Philip Johnson, a Visual Biography (ya disponible en la web de Phaidon), somete su historia a escrutinio al tiempo que indaga en el archivo personal del arquitecto. Con nuevas revelaciones de cartas, notas y cientos de fotografías de uno de los pocos arquitectos declaradamente homosexuales de la historia, el periodista Ian Volner logra esclarecer los vaivenes de un personaje camaleónico. Culto y cotilla, oscuro y festivo, fue secundario como arquitecto aunque decisivo como comisario arquitectónico. Johnson queda retratado como un hombre superficial capaz de provocar profundos cambios: un creador de tendencias con un ojo infalible que vivió en renovación continua hasta que murió con 99 años.

“Era defensor de lo contemporáneo antes de que lo contemporáneo fuera respetable”, dijo de él Alfred H. Barr Jr., el primer director del MoMA, que lo llevó a dirigir su departamento de arquitectura. Barr convertiría a Johnson en su comprador de mayor confianza. Lo pondría en contacto con clientes como los Rockefeller, le encargaría el primer jardín de esculturas del MoMA, recibiría de él generosas donaciones y asistiría con estupor a la conversión de su arquitecto de cabecera en un enfervorecido filonazi.

Corría 1931 cuando Johnson declaró sin reparo que quería ser influyente. Poco después abandonó el MoMA obsesionado con acercarse al círculo de Hitler. Aunque el primer Míster Johnson fue Jimmie Daniels, un cantante afroamericano al que conoció en un bar de Harlem, la pompa de los desfiles alemanes y la belleza aria de los fascistas lo tenían todo para gustarle: novedad, grandilocuencia y poder. Tras unos años tratando de fundar el Partido Nacional en EE UU, en 1940 intentó pasar página convirtiéndose, de nuevo, en estudiante de Harvard. Fue Barr quien le pidió que desapareciera. Y en Cambridge construyó su primera casa. Regresó a Nueva York dispuesto a abrir despacho. “Soy una puta. Me pagan muy bien”, contestaría años después al ser preguntado por el hotel que diseñó para Trump en Columbus Circle.

Philip Johnson en su estudio, en 1979

“Fue un creativo de segunda con un cerebro de primera. Mitad monstruo, mitad modelo de urbanidad”, sentenció el periódico The Guardian cuando Johnson murió en su famosa Casa de Cristal, una de las más célebres de la historia de la arquitectura. Fue su obra más aplaudida. Cada movimiento que defendió desde el MoMA tuvo junto en esa vivienda su pabellón representativo. No construía el futuro, lo veía en los demás. Siempre defendió la arquitectura como un arte visual. Y su papel como generador de tendencias lo llevó hasta el pop de la mano de su pareja más longeva: David Whitney. Si en los años treinta Johnson fue importante en la carrera del exquisito Paul Klee, en los ochenta volvió a serlo en la del grafitero Keith Haring.

Demostró tanto ojo para comprar obras de arte como para acuñar -ismos arquitectónicos. En el MoMA organizó las exposiciones que formatearon cualquier manual de arquitectura. Y decidió quién entraba en el canon y quién no. Fue el caso de Louis Kahn, al que ninguneó, o de Frank Lloyd Wright, al que despachó como “el mejor arquitecto del siglo XIX”. Una fotografía recoge la fiesta de su 90º aniversario. Estaban todos: Gehry, Hadid, Koolhaas, Isozaki. A pesar de que trató de encubrir su pasado fascista, o precisamente por eso, diseñó gratis para Israel una sinagoga y una central nuclear. Quiso “encontrar a los Medici de su tiempo”, escribe Volner. Así, fue moderno trabajando para los Rockefeller y posmoderno para Trump. Rápido al anticipar transformaciones, efectista en su vida social, despectivo con los problemas sociales, camaleónico en su moralidad y astuto en todas sus versiones, logró ser el arquitecto más famoso de América estando muy lejos de ser el mejor. Fue también el primer galardonado con el Pritzker, que recibió en 1979. Todo un signo para un premio que, como el propio Johnson, conseguiría ser el más célebre del mundo.

ACA