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Lacaton & Vassal ganan el premio Pritzker con una arquitectura que certifica el cambio

La pareja francesa lleva 30 años construyendo una arquitectura poco visual que resuelve los grandes problemas energéticos y sociales

Anatxu Zabalbeascoa

Torre de apartamentos y oficinas en Ginebra, el último proyecto hasta la fecha de Lacaton & Vassel. En él, pudieron aplicar sus ideas desde cero y sin necesidad de remodelar el edificio.

16 de marzo 2021

Tomado de elpais.com

Nunca demoler. “La demolición es la solución más fácil, pero es también una pérdida de energía, materiales e historia y un acto de violencia. La transformación es hacer más y mejor con lo que existe”, así describen los ganadores del Premio Pritzker 2021 Anne Lacaton (Saint-Pardoux, 65 años) y su marido, Jean-Philippe Vassal (Casablanca, 67 años), el trabajo que llevan tres décadas realizando. Hubo un tiempo en que muchos arquitectos sintieron la necesidad de escribir un libro-ideario —en general, críptico y vistoso— que explicase sus intenciones, sus teorías, su manera de entender o enredar la arquitectura. Los nuevos ganadores del Pritzker no escribieron, construyeron ese ideario.

Casa Latapie (1993)
Torre Bois Le Prête de París (2011)

Lo entendieron desde el principio, cuando, tras estudiar arquitectura en Burdeos, Lacaton se trasladó a Níger, donde ya trabajaba Vassal. Allí todo escaseaba y lo poco se reciclaba. Para cuando construyeron su primera vivienda —para los padres de Anne— en Floriac, el campo que rodea Burdeos, habían hecho suya esa manera de afrontar la construcción. La casa Latapie (1993) imitó la solución de los invernaderos cercanos para doblar su superficie sin apenas gasto y con grandes ventajas energéticas. La nueva fachada construida con polímeros aislaba la casa en invierno, la sombreaba en verano y la ampliaba todo el año con un espacio intermedio. Ese abrigo económico, fácil de construir, que reduce el gasto energético aislando un edificio ha sido su gran aportación a la arquitectura. Tras la casa familiar llegaron los grupos de viviendas en los que se sofisticó la idea y, con el tiempo, y con la ayuda de Frédéric Druot y Christophe Hutin, consiguieron llevar esa estrategia aislante a un edificio: la Torre Bois Le Prête de París. Corría 2011, 96 familias vieron crecer su piso y disminuir su recibo de la luz sin desembolsar más que la derrama prevista para el aislamiento.

Transformación de 530 viviendas en Burdeos (2017)

Con esa idea, Lacaton & Vassal llevan 30 años construyendo en Francia y también en África. Hace dos años, la aplicaron a la reforma de 530 pisos en tres bloques de viviendas sociales de Burdeos. La Comunidad Económica Europea les concedió el premio Mies van der Rohe al mejor edificio del continente. La arquitectura de Lacaton & Vassal no se ve, pero es radicalmente transformadora. Cambia la vida de las personas. Está basada en las ideas y cuidada —nunca sacrificada— por las formas. En las memorias de sus proyectos figura, junto a los habituales metros cuadrados, la cifra del coste de esos metros. Para ellos, el uso que se hace del dinero —y el respeto a un presupuesto— es tan importante como la memoria o el impacto que despierta una forma. Puede que hablar de dinero sea poco elegante, o de pobres, pero ceñirse a un presupuesto es respeto, un ingrediente básico para construir confianza y bienestar.

Plaza Léon Aucoc de Burdeos (1996)

La Plaza Léon Aucoc de Burdeos revela cómo ese respeto se aplica al espacio y al gasto público. Corría el año 1996, el Ayuntamiento de su ciudad les encargó embellecerla. Y los arquitectos fueron a la plaza para hablar con la gente que la utilizaba. No entregaron planos sino un informe. La plaza tenía calidad, usuarios y encanto. Los árboles estaban bien puestos: junto a los bancos, dando sombra en el perímetro. Los jubilados jugaban a la petanca y los niños y los ancianos convivían. No se podía embellecer. Recomendaron aumentar la limpieza. El Ayuntamiento renunció a ponerse una medalla de cara a las siguientes elecciones y aceptó la propuesta. Todos hicieron bien su trabajo. Como si la honestidad fuera un asunto contagioso.

Palais de Tokyo (2012)

Algo parecido sucedió cuando ya se habían trasladado a París. En 2012, la reforma del edificio déco del Palais de Tokyo había quedado obsoleta e inacabada. Les pidieron intervenir. Decidieron no enyesar ni pintar los muros de obra iniciando —involuntariamente— una moda povera que llegaría a muchos centros de arte. Lo que ellos querían era ahorrar presupuesto y ampliar espacio. El Palais es hoy un rompedor escenario del cambio. Más allá de exposiciones de arte contemporáneo, es un espacio polivalente (20.000 metros cuadrados mayor) que acoge desfiles de moda y presentaciones.

23 unidades de vivienda semi-colectivas, Trignac, Francia (2010)

Con 33 años de profesión, este hubiera sido un premio tan audaz como contestado hace una década, cuando muchos de los más reputados arquitectos se llevaban las manos a la cabeza ante la obra de Lacaton & Vassal. Hoy, tras haber sido distinguidos con el Premio Schelling (2009), la Medalla Tessenow (2016) o el Mies van der Rohe (2019), entre otros, este Pritzker es un premio justo que reconoce lo que otros han sabido ver antes o han tenido la valentía de atreverse a apoyar.

Casa D, Lége-Cap-Ferret, (1996-1998)

Un premio es su jurado y hay jueces que certifican, otros que defienden a capa y espada lo que mejor conocen y otros que se atreven a mirar más allá. Antes de recibir él mismo el galardón en 2016, el chileno Alejandro Aravena estaba en el jurado del Pritzker en 2012, cuando consiguió que medio mundo descubriera, con Wang Shu, que no todo se estaba destrozando en China. Ahora, como presidente del mismo, cuesta no ver el entusiasmo del chileno en este reconocimiento que durante la pandemia ha llevado a los jueces “a pensar en el sentido colectivo de la arquitectura y en el legado que esta supone para la siguiente generación”. La crítica arquitectónica ha distinguido tradicionalmente la arquitectura de la construcción. O, mejor dicho, no se ha tomado la molestia de hacerlo, simplemente ha ignorado el 95% de lo que se ha construido en el mundo, como si la mala arquitectura no fuera arquitectura. Por ese agujero, se han colado corrupciones urbanísticas, problemas sociales, desastres energéticos, una atávica desconfianza entre la sociedad y la profesión de arquitecto y una absurda limitación en su campo de actuación. La capacidad para librar la enseñanza de prejuicios es lo que implica el Pritzker a Lacaton & Vassal. O lo que es lo mismo: la constatación de que no todos los alumnos de arquitectura pueden hacer un Guggenheim pero sí pueden mejorar la vida de las personas —ese antiguo ideal de la profesión—. Así, este Pritzker tendrá un impacto tan importante en las escuelas de arquitectura como, es de esperar, en el propio premio. Reconociendo a arquitectos “radicales en su delicadeza y audaces en su sutileza” —en palabras de Aravena— el Pritzker demuestra que quiere no solo coronar lo exquisito y singular, también quiere colaborar en cambiar lo mejorable. Es ahí donde la arquitectura tiene su gran reto.

ACA

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Arquitectura que no deja indiferente:

OMA envuelve para regalo

En Gwanggyo, al sur de Seúl, la oficina fundada por Koolhaas ha estrenado un edificio para los grandes almacenes The Galleria: un cubo de 10 plantas envuelto en triángulos pétreos y rodeado de un lazo facetado de vidrio por el que se circula

Anatxu Zabalbeascoa

Exterior de los almacenes The Galleria, diseñados por OMA en Gwanggyo (Corea del Sur).

23 septiembre 2020

Tomado de elpais.com

Lo feo también sorprende. A veces porque molesta, otras incomodando. El nuevo edificio de OMA, la oficina fundada por Rem Koolhaas, para los grandes almacenes coreanos The Galleria, en Gwanggyo, al sur de Seúl, quiere ser una roca. El inmueble busca añadir peso visual a la falta de historia de esta ciudad-dormitorio levantada a 25 kilómetros de la capital en 2004. Anhela sumar capas de expresión y arraigar más el nuevo edificio que la mayoría de los rascacielos que, según los arquitectos holandeses, componen la ciudad. Ciertamente, el panelado pétreo triangular de diversos colores —marrón, ocre y beige— invita a pensar en la geología, aunque remite, más directamente, a la inestabilidad de ciertos minerales: las construcciones cristalinas que, de tan brillantes, lejos de seducir deslumbran. Y, de manera mucho más mimética a las construcciones recreativas del parque junto al lago Suwon, en la ciudad que comparten una misma paleta de colores y una misma idea de dividir en triángulos el acabado. Una roca es una forma mineral estable. Y este cubo deformado por su envolvente parece querer ser orgánico desde lo inorgánico: los triángulos pétreos coloreados que lo envuelven pixelándolo.

Interior de la cinta de vidrio facetado que rodea a los grandes almacenes.

Una banda externa, asimétrica de vidrio facetado parece escurrirse por el exterior rodeando el edificio. Más cercana a una madriguera que a un pasillo, funciona como una grieta que parece estallar desde el centro del inmueble. Permite el paso de la luz y ofrece una iluminación nocturna de los almacenes sorprendente: algo así como un fuego fatuo. La banda existe para facilitar el acceso y recorrido de los clientes. No es la primera vez que en un edificio se circula por un recorrido exterior. Más allá de los inmuebles de vivienda con ese tipo de acceso, estos grandes almacenes hacen pensar en el Pompidou de Piano y Rogers en versión extraterrestre. O primitiva. Y esa incapacidad de situar un edificio en el tiempo forma parte de la sorpresa que ofrece el diseño.

OMA. Imagen del parque junto al lago Suwon.

Es, sin duda, un mérito de los arquitectos que hace posible la construcción de un lugar, pero presenta una paradoja: para dar solidez pétrea a una ciudad OMA aterriza un extraño meteorito. Aquí el plexiglás ha pasado a ser vidrio facetado —como un diamante— y el maquinismo tubular y la fuerza colorista del Pompidou se han convertido en una ostentosa joya. Del pop al despilfarro. De la estética fabril este proyecto viaja no a la cantera sino a la tienda de gemas preciosas. Así, a pesar de la fuerza de la imagen —y de la reinvención interna: en el recorrido se organizan exposiciones y actuaciones que mezclan consumo y cultura— la frescura juvenil del Pompidou queda lejos en un edificio que abraza el exceso retratando así a un lujo que necesita hablar alto. A este nuevo proyecto de OMA, le sucede algo parecido a otro edificio con ecos minerales y fachada de vidrio facetado —como si solo hubieran utilizado el material de lazo— proyectado por Herzog y de Meuron para Prada en Tokio hace casi dos décadas. Ambos edificios están, pero ¿contribuyen a construir el lugar o son más bien edificios-isla?

El valor de arriesgar, sorprender e incluso asustar, hay que reconocérselo siempre a OMA. La pregunta es si es suficiente. ¿En qué y cómo mejora la ciudad? ¿Es una obra de arte artesana e imperfecta? Y, tal vez la pregunta más difícil: ¿Llegará a gustarnos?

ACA

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Arquitectura, ¿adónde vas?

Los últimos iconos construidos en Corea y Dubái coinciden en el tiempo con proyectos marcados por la preocupación social en México. La crisis obligará a elegir

Anatxu Zabalbeascoa

Exterior de los almacenes The Galleria diseñados por OMA en Gwanggyo (Corea del Sur).

12 de septiembre 2020

Tomado de El País/Babelia

La arquitectura construye el mundo, no puede proyectar de espaldas a él. Para anticipar el futuro y dar respuesta a nuevas urgencias debe arriesgar. El resultado puede acertar o fallar, y entonces convertirse en un testigo incómodo. Ese equilibrio inestable entre tratar de anticipar las necesidades del mañana y erigirse en recordatorio de fallos del pasado convierte esta disciplina en un arte lento. La industria que también es trabaja despacio por otros motivos. Contrariamente a lo que podría sospecharse —por la constante invención de materiales y la imparable mejora del desarrollo tecnológico—, los tiempos de la arquitectura están cada vez más dilatados. En parte porque la tecnología superavanzada o los materiales ultrainteligentes no son siempre los más apropiados, económicos o disponibles; en parte por la burocracia de controles normativos y, en una parte no desdeñable, porque ya hemos aprendido que lo que encarece muchos proyectos arquitectónicos no son solo las ocurrencias, o los malos cálculos, de algunos arquitectos, sino también las contabilidades paralelas: las enormes, y con frecuencia oscuras, cifras que mueve la construcción. Así pues, hace ya mucho tiempo que el juego no está solo en manos de quienes proyectan edificios y ciudades, si es que alguna vez lo estuvo, cuando cliente y arquitecto buscaban un mismo fin: la legendaria inmortalidad.

¿Qué ocurre ahora? ¿Se está dando una arquitectura de reacción ante los grandes problemas que sacuden el planeta? Entre construir en balde un oxímoron como un hospital de campaña permanente —también tiene un coste mantener lo innecesario— o dotar de infraestructuras, por rudimentarias que sean, a quienes las necesitan hay un mundo. Lo primero es incomprensible desde la lógica del uso, pero la lógica de la corrupción es más perversa que la de la función. Lo segundo requiere que el arquitecto sea, además de proyectista, agente social. Entre esos dos extremos hay necesarias ideas de reciclaje urbano, acondicionamiento energético, convivencia cicatrizante con lo existente y, por supuesto, el esfuerzo sisífico de reinventar la pólvora para que no cese el espectáculo. Una pregunta siempre pertinente consiste en descubrir qué es hoy la verdadera pólvora arquitectónica. La respuesta debería extender la sostenibilidad de lo energético y lo material a lo social.

Más allá de un creciente peligro global que pone a prueba nuestra capacidad de acuerdos y evidencia nuestros desacuerdos, la plaga de la covid-19 es un aviso muy serio sobre las formas de vida, la explotación del planeta y las prioridades de las últimas décadas. Esa advertencia se refleja en la arquitectura que se está proyectando ya en intervenciones efímeras que —como sucede durante los grandes eventos— han tenido una escala urbana. Se trata de un urbanismo, en principio temporal, que ha devuelto las calles a los ciudadanos —limitando el tráfico de coches— y que algunas alcaldesas, como las de París o Barcelona, han comenzado a adoptar para transformar permanentemente sus ciudades.

Nueva sede de Swatch en Biel (Suiza), de Shigeru Ban.

Ese espíritu de lógica social no es nuevo. Lleva años presente en trabajos poco publicitados por humildes o porque su construcción no tiene una repercusión económica más que en quien apenas tiene. Informar sobre la convivencia de arquitecturas es una obligación y una riqueza. En la cosecha arquitectónica del coronavirus conviven, como sucede tras las crisis, una mezcla de autocrítica, buenas intenciones y sálvese quien pueda. Junto a las propuestas de reconquista ciudadana —que cuestionan también la prioridad conferida al turismo que ha vaciado los centros urbanos— afloran iniciativas para expandir el ámbito de la arquitectura, propuestas para hacerla seriamente sostenible y también una voluntad de aumentar la espec­tacularidad de la disciplina.

Empecemos por el final. En la versión más llamativa de la nueva arquitectura, el ganador es Rem Koolhaas, al mando del estudio OMA, con los grandes almacenes levantados en Gwanggyo (Corea del Sur), para el grupo empresarial Galleria. Morfológicamente, el edificio trata de acercarse a una roca. Esa ambición deja al espectador con la duda de si se trata de un inmueble realmente feo —y por siniestro justamente sorprendente— o si es de nuevo Koolhaas el que se adelanta a lo que todavía no alcanzamos a comprender. No se trata —no sobra decirlo— de juzgar maniqueamente un inmueble como bonito o feo. Se trata de reaccionar a una primera impresión justificada por los arquitectos a partir de “la falta de peso visual del barrio”, una ciudad dormitorio sin historia a 25 kilómetros de Seúl. Es cierto que el panelado pétreo triangular que lo envuelve logra más expresión que los rascacielos que lo rodean, pero la banda externa —que construye una lúcida circulación perimetral— termina envolviendo la roca como la cinta del lazo en un regalo. Vistas las circulaciones perimetrales de la Biblioteca de Seattle o la de Doha, cabe plantearse si Koolhaas no será fundamentalmente bueno en organizar el desfile de los usuarios y el resto se lo juega al alto riesgo: para arraigar el barrio, ha hecho aterrizar un meteorito.

Otro de los nuevos proyectos es un agujero enmarcado, firmado póstumamente por Zaha Hadid, que inevitablemente también sorprende desde su espectacular forma. Está en Dubái, a pocos metros del rascacielos más alto del mundo, el Burj Khalifa. Se llama Opus, pertenece al grupo hostelero español Meliá y está formado por dos torres unidas en la base y la corona. El agujero que las separa actúa como un patio de luces y permite el control de seguridad en los accesos. Su audacia formal contrasta, sin embargo, con la decisión poco razonable de construir en el desierto con una fachada de vidrio, el llamado muro cortina. Es cierto que ese acabado hace que el propio edificio desaparezca entre los reflejos de sus vecinos, pero más allá de ignorar el genius loci, la lógica energética hace agua y eso termina hablando de pasado. Y pesando sobre el futuro.

Proyecto para ampliar viviendas con estructuras de bambú reciclado de la mexicana Rozana Montiel.

La voluntad de construir rápido y el valor de los espacios intermedios —con ventajas del exterior como la luz natural y la protección de un interior— están presentes en el último de los proyectos inaugurados por el japonés Shigeru Ban: el Campus Swatch en Biel, Suiza. Aquí, la sede de la empresa relojera se abraza a la fábrica de Omega como una lombriz gigante. Se trata de un proyecto muy visual que, sin embargo, es un sobresaliente ejercicio de innovación. Más o menos caprichosa, la forma es consecuencia de una voluntad transformadora: uno de los mayores edificios construidos con madera en el mundo. El Campus es también el mayor proyecto de Ban hasta la fecha y lleva a la arquitectura empresarial lo que su estudio ha aprendido trabajando con la de emergencia. La cubierta —formada por 7.700 plafones de abeto— contrasta con el volumen cartesiano de la fábrica levantada también con una estructura de madera.

Con todo, es la versión más voluntariosa de la arquitectura actual la que resulta más revolucionaria porque busca impulsar cambios mucho más necesarios que arbitrarios. Arquitectas como las mexicanas Mariana Ordóñez y Jesica Amescua defienden la disciplina como proceso colaborativo, es decir, diseñan con los usuarios. Trabajan con comunidades de mujeres identificando necesidades urgentes y proponiendo soluciones constructivas y culturales. Escuchan, dialogan, proyectan y hasta recaudan dinero desde la propia web de su estudio, Comunal. No están solas en esa nueva versión del arquitecto-agente social. Como el estudio Shau en Indonesia o Anna Heringer en Bangladés, también el Pritzker Shigeru Ban recauda donativos para sus llamados proyectos de emergencia: las viviendas temporales que enseña a construir tras terremotos, tifones o —en su propio país— desastres nucleares.

Compartiendo esa urgencia de lo que no admite demora, de nuevo en México, las arquitectos Rozana Montiel y Alin V. Wallach idearon hace unos meses el proyecto Un cuarto más: una sencilla estructura de bambú y aluminio reciclado que —con muy bajo coste y menos de dos semanas de obras— amplía las casas en sus azoteas. En la línea de las viviendas incrementales de Alejandro Aravena, se trata de colocar una casa sobre otra aprovechando la vivienda existente como cimientos y utilizando la distancia del suelo como protección. Los arquitectos buscaban hacer crecer las casas sin esfuerzo y evitando un gran desembolso económico. Montiel habla de combatir el hacinamiento. También de reducir la violencia intrafamiliar.

De la misma manera que la verdadera escritura debe enseñar a escapar, hay una arquitectura que enseña a pensar. Por eso es inesperada. Vivimos una época en la que lo poco está empezando a sorprender más que lo mucho. Y si a la arquitectura espectacular se le resta la sorpresa, ¿qué le quedará? El coronavirus está evidenciando que la necesaria sostenibilidad no es solo una cuestión energética. TheNew York Times lo ha convertido en titular: “Hay que ayudar a los que no tienen nada”. No es únicamente un tema de justicia social, es una cuestión de supervivencia económica: sin clientes, el mercado, como la arquitectura, deja de existir.

ACA

EFEMÉRIDES

Veinte años sin Enric Miralles

El autor del Parlamento de Escocia o la ampliación del Ayuntamiento de Utrecht murió con 45 años convertido en arquitecto internacional. Nadie en España ha conseguido ocupar todavía su lugar de referencia

Anatxu Zabalbeascoa

La nueva cámara del Parlamento de Escocia (Reino Unido), de Enric Miralles y Benedetta Tagliabue.

3 de julio de 2020

Tomado de El País/Babelia

Enric Miralles (Barcelona, 1954-2000) no distinguía entre edificios del pasado y edificios actuales. “Si han llegado hasta hoy, son actuales”, decía. Para él, construir no era el punto final en ningún trabajo, era el principio. “La sensación de obra inacabada imprime vitalidad, modestia, la aspiración a trabajar con el tiempo y no en su contra”. Estaba convencido de que no había que temer al tiempo, había que prepararse para asumirlo. “Cualquier construcción que ha sido capaz de sobrevivir al paso del tiempo es, por definición, una continua transformación”, justificaba.

Pocos arquitectos se han enfrentado a la arquitectura con la amplitud mental de Enric Miralles. Desaparecido el 3 de julio de 2000, a los 45 años, tras un fulminante tumor cerebral, dejó por el mundo –Alemania, Holanda, Escocia, Barcelona, Alicante o Japón– un abanico de proyectos magistrales e inesperados con algo en común: la capacidad de construir un lugar. Salvo el rascacielos que levantó en Barcelona para Gas Natural, sus obras eran, son, más una topografía que un edificio, algo más cercano a la naturaleza que a la razón o la geometría. El Cementerio de Igualada, donde está enterrado, está hecho del paso del tiempo. Es, como tantas de sus obras, un trabajo en perpetua transformación. Ha ido construyéndose con la muerte de las personas que le dan vida. Por eso es lo contrario de una tumba.

Además de obras, Miralles dejó también un reguero de discípulos capaces de pensar por sí mismos. La razón es sencilla: era un arquitecto-eucalipto. Inimitable, nada hubiera podido crecer a su sombra. Sin embargo, tenía claro que la arquitectura es un trabajo en equipo. Por eso su oficina, capitaneada por su última socia –y esposa– Benedetta Tagliabue, fue capaz de concluir los grandes proyectos que él apenas sembró en el extranjero.

El arquitecto Enric Miralles

Nadie en España ha podido ocupar todavía su lugar. Solo la capacidad de arriesgarse, entregarse y reinventarse en cada proyecto de SelgasCano habla un idioma –en absoluto un estilo– igualmente ambicioso. EMBT (las iniciales de Enric Miralles y Benedetta Tagliabue), convertido en un notable estudio de arquitectura, lo sabe. Además de sus propios proyectos, tienen un legado que gestionar y lo hacen desde la Fundación Enric Miralles, a la que el Ayuntamiento de la ciudad ha encargado recordar al arquitecto dos décadas después.

Miralles les pedía a los proyectos intensidad suficiente para no aburrirse. La intensidad en arquitectura hace que, en medio del duelo por un ser querido, alguien pueda tener un instante de paz perdiendo la mirada en un cementerio que, devorado por la vegetación, le haga pensar más en el ciclo de la vida que en la muerte que lo ha llevado hasta allí. Por eso la intensidad que complica los proyectos también los asienta. Les multiplica el uso, los hace permanecer en el tiempo. Miralles corrió riesgos: en Alicante levantó un pabellón deportivo que, lejos de la mayoría de los estadios, es un micromundo que permite la convivencia entre deportes y descubrimiento. En Morella (Castellón), con la arquitecta Carme Pinós, levantó una escuela que forma a la vez parte del monte y del precipicio. En Fráncfort supo trabajar con la industria para la Escuela de Música de la ciudad y en Utrecht explicó, ampliando el antiguo ayuntamiento, que las capas y las trazas son el documento donde está condensado el tiempo de un lugar.

Con el tiempo, y contra el poco que tuvo en este mundo, construyó lo que hoy, con las distancia de dos décadas, puede juzgarse como un legado sobresaliente. Asociado primero a Carme Pinós y posteriormente a la madre de sus dos hijos, la proyectista italiana Benedetta Tagliabue, Enric hablaba con frecuencia de la mudanza, de la idea de que la arquitectura –como la literatura– reapareciera en otro lugar. Y aunque consolidó una manera de proyectar muy personal, aseguraba que la mayor parte de las ideas que tenemos no son nuestras. “Forman parte de una especie de espíritu de un tiempo que viene dado por la capacidad de interpretar de una sociedad”, dijo una vez.

El cementerio de Igualada (Barcelona), obra de Enric Miralles

Cuando sobrepasó los 40 años, Rafael Moneo escribió un juicio célebre: Miralles corría el riesgo de convertirse en un arquitecto “con más pasado que futuro”. El tiempo ha demostrado que el autor del Museo de Mérida se equivocó maravillosa y tristemente. Resultó cierto que a Miralles le quedaba poco tiempo, pero en esos años fue capaz de construir un universo. Sus trabajos póstumos fueron mayoritariamente internacionales: la Ampliación del Ayuntamiento de Utrecht –construida dejando hablar a cada época– o el Parlamento de Escocia –un lugar cercano al exterior y abierto al diálogo– demuestran hoy que, como sucede con la mejor arquitectura, es imposible fechar esos trabajos. Miralles trabajaba con el tiempo, multiplicándolo, comprendiéndolo, adelantándolo y asumiéndolo. Decía que una casa tiene que tener una intensidad parecida a cómo vives. También que, a través de la propia arquitectura, aprendía a hacer arquitectura: “El experimento está ligado a la duración de tu vida, no a la duración de tus edificios”.

ACA

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Philip Johnson

El mayor estratega de la arquitectura

Una nueva biografía analiza al camaleónico Philip Johnson, creador de modas que pasó de defender el nazismo a construir para Trump

Anatxu Zabalbeascoa

Philip Johnson con Jacqueline Kennedy en Nueva York, en 1983

18/04/2020

Tomado de https://elpais.com

Un klee por menos de 100 dólares. Ese fue el primer lienzo que el estadounidense Philip Johnson (1906-2005) compró en Berlín. Tenía 23 años. Su padre había invertido en aluminio y él nunca tuvo que trabajar para vivir. Esa circunstancia decidió el tipo de arquitectura —siempre nueva, siempre arriesgada— que apoyó durante toda su vida. Otra cosa fue la que el autor del edificio ATT en Nueva York o de las Torres Kio en Madrid logró construir. Pero juzgar por sus edificios a quien llevó la arquitectura y el diseño a los museos, a quien donó al MoMA más de 2.000 obras, a quien consiguió para Mies van der Rohe uno de sus encargos más aplaudidos (la Torre Seagram de Park Avenue) o a quien, en ese rascacielos, diseñó el restaurante más famoso de Manhattan (el Four Seasons) donde sedujo a Andy Warhol o Jackie Kennedy) sería minimizar lo mejor y lo peor de su legado.

Aunque él propio Johnson autorizó su primera biografía, y varios le dedicaron polémicos libros, un nuevo volumen, Philip Johnson, a Visual Biography (ya disponible en la web de Phaidon), somete su historia a escrutinio al tiempo que indaga en el archivo personal del arquitecto. Con nuevas revelaciones de cartas, notas y cientos de fotografías de uno de los pocos arquitectos declaradamente homosexuales de la historia, el periodista Ian Volner logra esclarecer los vaivenes de un personaje camaleónico. Culto y cotilla, oscuro y festivo, fue secundario como arquitecto aunque decisivo como comisario arquitectónico. Johnson queda retratado como un hombre superficial capaz de provocar profundos cambios: un creador de tendencias con un ojo infalible que vivió en renovación continua hasta que murió con 99 años.

“Era defensor de lo contemporáneo antes de que lo contemporáneo fuera respetable”, dijo de él Alfred H. Barr Jr., el primer director del MoMA, que lo llevó a dirigir su departamento de arquitectura. Barr convertiría a Johnson en su comprador de mayor confianza. Lo pondría en contacto con clientes como los Rockefeller, le encargaría el primer jardín de esculturas del MoMA, recibiría de él generosas donaciones y asistiría con estupor a la conversión de su arquitecto de cabecera en un enfervorecido filonazi.

Corría 1931 cuando Johnson declaró sin reparo que quería ser influyente. Poco después abandonó el MoMA obsesionado con acercarse al círculo de Hitler. Aunque el primer Míster Johnson fue Jimmie Daniels, un cantante afroamericano al que conoció en un bar de Harlem, la pompa de los desfiles alemanes y la belleza aria de los fascistas lo tenían todo para gustarle: novedad, grandilocuencia y poder. Tras unos años tratando de fundar el Partido Nacional en EE UU, en 1940 intentó pasar página convirtiéndose, de nuevo, en estudiante de Harvard. Fue Barr quien le pidió que desapareciera. Y en Cambridge construyó su primera casa. Regresó a Nueva York dispuesto a abrir despacho. “Soy una puta. Me pagan muy bien”, contestaría años después al ser preguntado por el hotel que diseñó para Trump en Columbus Circle.

Philip Johnson en su estudio, en 1979

“Fue un creativo de segunda con un cerebro de primera. Mitad monstruo, mitad modelo de urbanidad”, sentenció el periódico The Guardian cuando Johnson murió en su famosa Casa de Cristal, una de las más célebres de la historia de la arquitectura. Fue su obra más aplaudida. Cada movimiento que defendió desde el MoMA tuvo junto en esa vivienda su pabellón representativo. No construía el futuro, lo veía en los demás. Siempre defendió la arquitectura como un arte visual. Y su papel como generador de tendencias lo llevó hasta el pop de la mano de su pareja más longeva: David Whitney. Si en los años treinta Johnson fue importante en la carrera del exquisito Paul Klee, en los ochenta volvió a serlo en la del grafitero Keith Haring.

Demostró tanto ojo para comprar obras de arte como para acuñar -ismos arquitectónicos. En el MoMA organizó las exposiciones que formatearon cualquier manual de arquitectura. Y decidió quién entraba en el canon y quién no. Fue el caso de Louis Kahn, al que ninguneó, o de Frank Lloyd Wright, al que despachó como “el mejor arquitecto del siglo XIX”. Una fotografía recoge la fiesta de su 90º aniversario. Estaban todos: Gehry, Hadid, Koolhaas, Isozaki. A pesar de que trató de encubrir su pasado fascista, o precisamente por eso, diseñó gratis para Israel una sinagoga y una central nuclear. Quiso “encontrar a los Medici de su tiempo”, escribe Volner. Así, fue moderno trabajando para los Rockefeller y posmoderno para Trump. Rápido al anticipar transformaciones, efectista en su vida social, despectivo con los problemas sociales, camaleónico en su moralidad y astuto en todas sus versiones, logró ser el arquitecto más famoso de América estando muy lejos de ser el mejor. Fue también el primer galardonado con el Pritzker, que recibió en 1979. Todo un signo para un premio que, como el propio Johnson, conseguiría ser el más célebre del mundo.

ACA

NOVEDADES EDITORIALES DE AQUÍ Y DE ALLÁ

TEORÍA

Kenneth Frampton

Editorial Gustavo Gili

Colección GGperfiles

Traducción: Jorge Sainz Avia

2020

Nota de los editores

Considerado una de las figuras clave de la teoría, la historia y la crítica de la arquitectura de los últimos cuarenta años, a menudo Kenneth Frampton es identificado únicamente con su ya clásica Historia crítica de la arquitectura moderna. Sin embargo, su obra teórica va mucho más allá y se encuentra diseminada en multitud de artículos y ensayos aparecidos en distintas publicaciones. Este libro presenta una selección de tres textos publicados por Frampton alrededor de la década de 1980. En ellos redescubrimos al gran pensador inglés y algunos de los principios e ideas que han marcado su trayectoria intelectual, como la fuerte influencia que Hannah Arendt ejerció sobre su obra o la importancia que Frampton concedió desde siempre a la poética de la construcción.

Nota adicional

La arquitectura de resistencia de Kenneth Frampton

¿Cómo modernizarse y mantener los orígenes? Un libro recopila varios ensayos del crítico británico. Los seis puntos para un regionalismo crítico mantienen una vigencia que asusta

Anatxu Zubalbeascoa

Tomado de El País

18 de febrero de 2020

“Para entrar en la modernidad, ¿habrá que tirar por la borda el viejo pasado cultural que fue la razón de ser de un pueblo?”. Corría 1983 cuando Kenneth Frampton lanzó esa pregunta en su ensayo «Hacia un regionalismo crítico: seis puntos para una arquitectura de resistencia» dentro del volumen de Hal Foster The Anti-Aestheric: Essays on Post-Modern Culture (Bay Press). ¿Cuánta premonición, cuánta paradoja y cuánta vigencia hay en aquel escrito que hoy recupera la editorial Gustavo Gili?

Frampton advertía ya del temor a la universalización. Para él constituía “una especie de sutil destrucción” no solo de las culturas tradicionales, también del “núcleo ético y mítico de la humanidad”, esto es: “de las grandes civilizaciones desde las que interpretamos la vida”. Así, advertía de la llegada de una civilización de pacotilla como contrapartida irrisoria a la cultura elemental. Se refería a las máquinas tragaperras, a las mismas malas películas distribuidas por todo el planeta, a la banalidad de los nuevos materiales y a la distorsión del lenguaje en manos de la propaganda: como si la humanidad al acceder en masa a una primera cultura de consumo se hubiera detenido en masa en un nivel de subcultura. La salida para él consistía en arraigarse de nuevo y conseguir dejar paso a la racionalidad científica, técnica y política. Las tres.

Ahora que vivimos el resurgimiento del genius loci, de las culturas locales y la artesanía mientras convivimos en una especulación que no teme excluir a los ciudadanos de las ciudades para revender los centros urbanos como bienes de inversión puede resultar pertinente regresar, casi cuatro décadas después, a un texto que, apoyando la modernidad, se planteaba la posibilidad de que esta arrasara las culturas locales.

El dilema lo sembró Paul Ricoeur en 1961, ¿cómo modernizarse y volver a los orígenes? Para contestar, Frampton distinguió entre vanguardia de mundo de ensueño –el arte por el arte que serían el Art Nouveau o los dramas de Wagner– y vanguardia progresista, también liberadora y hasta reivindicativa –que sería el futurismo, por ejemplo–.

Frampton escribió que la modernidad no se podía considerar una vanguardia liberadora desde el momento en que las artes habían gravitado hacia el entretenimiento o el mercantilismo. Ya Herbert Marcuse había escrito que el progreso tecnológico puede revolucionar o retrasar la sociedad. En ese escenario tan poco ajeno a nuestros días, Frampton aconsejaba, hace 40 años, una arquitectura de retaguardia, alejada de los extremos tecnológicos o nostálgicos. Para él esa arquitectura debía ser regionalista y crítica. Es decir, resistente y capaz de proporcionar identidad. No podía servir el chovinismo y no podía surgir, en el otro polo, una nueva arquitectura sin una nueva relación entre el proyectista y el usuario. El lugar y su tradición eran clave, pero debían de ser cuestionados y no perpetuados. Ni oposición ni sumisión: reconsideración. En ese sentido, Frampton propuso la mezcla, un verdadero diálogo para revitalizar la expresión de una sociedad debilitada, una síntesis de elementos y principios procedentes de diversos sectores ideológicos. Y materiales. Una arquitectura dialogante, justo lo que ahora empezamos a ver.

Frampton recuerda que en 1954 el arquitecto Harwell Hamilton Harris distinguió entre regionalismo de restricción y regionalismo de liberación. El primero momificaba. El segundo, responde al mundo desde el lugar. Y esa fue su propuesta: partir de los lugares, el análisis del británico resulta visionario cuando describe las megalópolis. “Con la excepción de las ciudades que se trazaron antes del inicio del siglo XX, ya no somos capaces de conservar unas formas urbanas definidas”. Consideraba que el nuevo urbanismo reduce todo el planteamiento urbano a usos de suelo y logística de distribución mientras que el marco teórico guarda poca relación con la realidad. Describe, finalmente, el límite a la manera china, que también es la griega: no como el lugar donde termina algo sino como el punto donde algo comienza a ser lo que es (comienza su esencia). Por eso entiende que el límite definido construye y resiste a la megalópolis. “Los estadounidenses no necesitan plazas puesto que deberían estar en casa viendo la televisión”, apuntó Venturi. Una ciudad habla tanto de sus ciudadanos como las ventanas de los edificios solían hablar del clima. El regionalismo del lugar tiene expresión sin caer en el sentimentalismo. Y Frampton tiene vigencia casi cuatro décadas después.

ACA