Archivo de la etiqueta: Vale la pena leer

VALE LA PENA LEER

Para Robert Venturi, una arquitectura amable no implicaba falta de profundidad intelectual

Rogelio Ruiz Fernández

Tomado de Plataforma arquitectura

25 de septiembre de 2018

Mi cabeza, sin duda es difusa y dispersa, coge y compara elementos distintos, arquitecturas de momentos distantes y las lee y disfruta con pasión similar. No cabe duda, que la lectura temprana del protagonista de este artículo ha dado forma a mis pensamientos y a los de muchos de nosotros. Acaba de fallecer (el martes 18 de septiembre) a los 93 años Robert Venturi que es para nosotros una referencia importantísima.

¿Y por qué lo es? Robert Venturi escribió un libro llamado Complejidad y Contradicción en la Arquitectura, que fue un revulsivo para toda la disciplina. Parece que en este libro Venturi se dedicó a explicarnos una frase de Rennie Mckintosh: “Hay esperanza en el error honesto, ninguna en la perfección congelada del mero estilismo”.

El movimiento moderno se había convertido tras la Segunda Guerra Mundial en la única referencia seria posible para la disciplina arquitectónica, pero estaba en cierta manera helado. La propia situación postbélica hacía muy difícil dar un valor excesivo al patrimonio porque la destrucción masiva que se había producido hizo que las teorías del restauro se tambaleasen. Así el racionalismo, duro y rígido en su inserción urbana, había sido el arma de diseño utilizado por ejemplo en Italia para la “recuperación” de cascos históricos destrozados. Pues en 1962, como concreción de una beca que disfrutó precisamente en el país mediterráneo, Venturi ofrece una visión en la que la asimetría, la imperfección de los monumentos antiguos, los propios órdenes, lo sorpresivo o casual, ya no se ven como un dislate o desviación sino como un pasado del que aprender y mucho, un pasado que enriquece la arquitectura como parte que es también de la vida. Sin duda la sangre italiana de su apellido en su cuerpo americano debía producir también complejidad y contradicción.

Su carrera profesional, siempre con su mujer Denise Scott-Brown, (por ello se criticó bastante que él recibiese en 1991 el Pritzker en singular) está plagada de ejemplos que tuvieron gran importancia en todos nosotros, desde la casa de su madre, que aparece en el libro citado con el mismo status que muchas grandes obras clásicas y modernas: se parte en un frontón y ve su hastial que es frontal dibujado por una semicircunferencia como si de un arco iris se tratara. Esta recuperación de las dos aguas del tejado para la arquitectura que él consideraba contemporánea era un posicionamiento valiente cuando Paul Rudolph, SOM o el propio Philip Johnson hacían propuestas ortogonales hijas de Mies; aunque más tarde Johnson “abrazó” a Venturi en un rascacielos con ventanas —el AT&T— que se culminaba en un frontón partido que parecía más bien un mueble-bar que un discípulo del Seagram.

Sin embargo, Venturi estaba más interesado, por ejemplo, en recuperar la casa de Benjamín Franklin en Philadelphia, (ciudad donde nació en 1925) con una estructura metálica blanca que recomponía las aristas de su morada demolida (y es a la vez Sol Lewitt). También es cierto que Venturi y Scott-Brown fueron quienes destaparon la caja de Pandora del postmodernismo, que confundió el aprecio e integración con el entorno en muchos casos, con el decorado y la falta de proporción. En Aprendiendo de las Vegas (con Denise Scott-Brown, como casi todo, y con Stepen Izenour) diez años después del anterior se busca, ya desde una perspectiva americana y pop, los valores simbólicos de la arquitectura del Strip de las Vegas y su entendimiento desde el pueblo (ya en complejidad aparecían fotos de carreteras y anuncios de gasolina).

Uno de sus encargos más delicados se lo llevaron por concurso: el Sainsbury Wing de la National Gallery de Londres en 1986. Venturi ha dejado claro muchas veces que no debería ser considerada como un edificio en su derecho sino como una extensión de la National Gallery. Este es un punto de vista importante para analizar su postura: las pilastras de este nuevo ala londinense de Venturi y Scott-Brown son réplicas exactas de la del edificio inicial de William Wilkins. Pero si miramos la solución que proponía Henri Cobb (estudio de I. M. Pei) que siempre apuesta por la arquitectura, digamos, lineal y volumétrica, vemos que toman un lenguaje similar y de formalización parecida a la de los ganadores. Cuando observamos ahora las imágenes de lo que proponía Richard Rogers y pensamos sobre cómo veríamos hoy este edificio —este Pompidou londinense—, probablemente nos hagamos más amigos aún de la propuesta de Venturi y Scott-Brown (el Príncipe Carlos decía de la propuesta de Rogers que era como un forúnculo en la cara de una querida amiga).

Por tanto, si bien sus escritos pudieron dar pie a muchos anacronismos contemporáneos —postmodernismos en el más peyorativo de los sentidos— con sus obras nos demostraron que al adaptarse a un edificio o lugar existente, o el hacer una arquitectura amable que sea entendida y apreciada por el pueblo en general no debe forzosamente conllevar una falta de rigor y profundidad intelectual, una rendición, sino todo lo contrario: una voluntad de compartir y entregar el propio disfrute, de acercarlo a más gente, de dejar, cómo no, que el importante sea el Hombre del Turbante Rojo y que se nos olvide al contemplarlo el gran museo que lo alberga y el nombre del gran arquitecto que se nos acaba de ir.

ACA

VALE LA PENA LEER

VALE LA PENA LEER

Contra los rascacielos anodinos

Nadie olvida el nombre de torres como la Chrysler, que representaban a empresas, aunque hayan dejado de hacerlo. Con los nuevos rascacielos sucede lo contrario: muy pocos son memorables

Anatxu Zabalbeascoa

Rascacielos del número 432 de Park Avenue, en Nueva York.

Tomado de: https://elpais.com/elpais/2018/05/15/del_tirador_a_la_ciudad/1526409195_622309.html

24 de julio 2018

Es difícil recordar un detalle, uno, del diseño del nuevo rascacielos neoyorquino 432 Park Avenue que, con 425 metros y 96 plantas útiles, disputa el récord de altura al flamante One World Trade Center al sur de Manhattan. El edificio del uruguayo-americano Rafael Viñoly se encuentra entre la calle 56 y la 57, pero despunta como una pértiga sobre el fondo cercano de Central Park y su diseño cartesiano -una retícula de hormigón con ventanales de diez metros- parece mejor pensado para sus inquilinos que para el resto de los ciudadanos. En ese gran poste habitable, se suceden los huecos de ventanas en una estructura externa de hormigón visible desde casi cualquier rincón de la ciudad.

Además de haberse convertido, por su esbeltez o raquitismo en uno de los inmuebles más visibles, el edificio resulta también -justamente por eso, por ser tan visible y disfrutar de vistas inigualables- uno de los más anodinos de la ciudad. Posee, sin embargo, otro récord, el de ser el inmueble residencial más alto del hemisferio occidental. Y su autor, el arquitecto Rafael Viñoly, -que ya recibió fuertes críticas por un mastodóntico rascacielos en la City londinense que fue bautizado consecutivamente como The toaster (el tostador) y el Walkie talkie- llegó a admitir, en un debate, que metió la pata en el diseño. Sin embargo, no tardó en corregir que se refería a errores en el aprovechamiento del espacio: los gruesos marcos de las seis ventanas que permiten observar Manhattan desde los apartamentos roban demasiado espacio del interior.

Torre Generali de Zaha Hadid en Milan. Huffton & Crow

Así, a pesar de devorar la ciudad por cada una de sus ventanas, el diseño del rascacielos, vamos a decir estilizado, de Viñoly carece, por lo menos en la distancia, que es como se juzgan los rascacielos desde el punto de vista ciudadano, de relación alguna con la ciudad. Eso se debe a la falta de dos elementos fundamentales en las torres: su remate superior, su coronación -parece carecer de remate como si se tratara de una estructura que pudiera crecer eternamente- y de lo contrario, de arranque o anclaje: la manera en la que llega al suelo y/o se relaciona con su contexto deja una huella irrelevante en la arquitectura.

Este hecho -la falta de principio y fin-, sumado a su gran altura, confiere al rascacielos un aspecto a la vez desubicado, desproporcionado y además enigmático me temo que en el peor sentido de la palabra. Uno se pregunta qué hay detrás de un edificio así: quién se siente representado por él o a dónde busca pertenecer. Si es que le preocupa lo más mínimo. Ese es el problema, que el rascacielos de 432 Park Avenue no está solo en la ciudad que tanto le gusta mirar. O puede que esa sea la cuestión: que no necesita mirarse a sí mismo.

¿Qué está pasando en las grandes ciudades del mundo? ¿Por qué los edificios que despuntan en Manhattan tienen un eco en las torres que están construyendo el nuevo Chicago? ¿Asistimos a una nueva versión del homogeneizador Estilo Internacional o es que las nuevas torres eligen como identidad el anonimato?

La carestía de los terrenos, las prisas por rentabilizar las inversiones y los avances en la ingeniería (la torre de Viñoly puede ser atravesada por el viento y eso le confiere mayor anclaje estructural y mayor posibilidad de altura sobre menos superficie) hacen que cada vez sean más los promotores y arquitectos dispuestos a construir en terrenos en los que antes no se hubiera pensado en levantar un rascacielos. No lejos del de Viñoly, en la calle 57, lado Oeste, Shop Architects ha ideado una torre, con previsión de que mida 441 metros de altura, que se levantará en un terreno de tan solo 13 metros de ancho.

También Norman Foster trabaja la extrema delgadez junto al mítico Seagram en Park Avenue pero, más allá de producir la densificación de la ciudad, y de multiplicar los precios de las viviendas, un ciudadano, como un visitante, se puede preguntar qué aportan tan insignes arquitectos a la ciudad. A quién o qué representan. Si la construcción de la ciudad o una transformación en la que la identidad ha pasado a ser irrelevante.

Uno de los últimos rascacielos que trabajó brillantemente la identidad en el sur de Manhattan fue la torre en Spruce Street que ideó Frank Gehry. Un rascacielos póstumo de Zaha Hadid ha dado identidad a una zona reconvertida al norte de Milán. Algo parecido sucedió en Shanghái. La, en su momento tildada de postmoderna, torre Jin Mao proyectada por SOM hoy define el hermoso perfil que el barrio de Lujiazui proyecta sobre el río Huangpu. ¿Qué necesita un rascacielos para no parecer mera especulación inmobiliaria y colaborar en la construcción de una ciudad? Tal vez los arquitectos deberían planteárselo.

ACA

VALE LA PENA LEER

El azote pop.

Tom Wolfe (1931-2018)

Eduardo Prieto

Tomado de Arquitectura Viva

16-05-2018

Tom Wolfe, que acaba de fallecer a los 87 años, vestía de un modo atildado y anacrónico, casi ridículo. Los impecables trajes blancos, las corbatas de estrellas no menos blancas sobre fondo azul, los botines, fueron quizá el emblema con el que el nieto de un fusilero confederado quiso expresar su heterodoxia, o tal vez simplemente -como reconoció un día Gay Talese, otro de los dandis del llamado «Nuevo periodismo»- el modo de hacerse respetar por gentes de toda condición, desde el obrero hasta el magnate. Llegar a todas las clases, inspeccionarlo todo con el olfato de un sabueso y dar cuenta de ello con la despiadada agudeza del cirujano, fueron precisamente las señas de Wolfe y de la generación de periodistas -Capote, Didion y el ya citado Talese- que dio fe del esplendor capitalista y consumista de los Estados Unidos, al tiempo que de sus muchas miserias.

El periodismo de Wolfe fue un periodismo singular, de corte literario, incluso vanguardista, rasgos que hacen que sus crónicas escritas hace cincuenta años sobre temas dispares y menudos puedan leerse hoy mejor que las novelas que le dieron fama y dinero, como La hoguera de las vanidades o Elegidos para la gloria. Fueron crónicas a las que Wolfe dio la forma de libros en los que su escritura acelerada e impresionista abordaba la realidad desde muchos y a veces contradictorios ángulos. En la América de las décadas de 1960 y 1980, esta mirada caleidoscópica tenía, por fuerza, que alcanzar también a la arquitectura, un tema que no dejó de frecuentar de un modo u otro a lo largo de la carrera. Su visión de la arquitectura y los arquitectos fue crítica, feroz incluso, muchas veces injusta, pero nunca banal. De hecho, quien quiera hacerse una idea vívida de las polémicas que se cocieron en la disciplina por aquellos años, más que buscar en manuales académicos, debe frecuentar los libros de Wolfe.

Frecuentar, por supuesto, libros tan criticados por la profesión como el fundamental ¿Quién teme a la Bauhaus feroz? (1981), la despiadada historia del grupo de arquitectos expulsados de la Europa totalitaria -con Walter Gropius a la cabeza- que, contra todo pronóstico, consiguieron que las élites de los Estados Unidos les entregaran las llaves del reino para llevar a cabo su programa radical de «empezar de cero». O libros como El coqueto aerodinámico rocanrol color caramelo de ron (1965), surgido de la fascinación por la cultura pop y playera de los años 1960 -la misma que sintió, a su modo, Reyner Banham-, pero que es una caricatura de las arquitecturas de Las Vegas -que Wolfe «descubrió’ al mismo tiempo que Venturi»-, de las «casas del futuro» a la manera de los Smithson, de los ambientes electroacústicos y de otros asuntos significativamente banales, como la tabla hawaiana, los dragsters o los coches tuneados. Y también libros -ahora que los ambientes psicodélicos parecen haberse puesto de moda entre los estudiosos de la arquitectura- como Ponche de ácido lisérgico (1968), una especie de crónica del strip en el que se embarcaron el escritor Ken Kesey y un grupo de iluminados para atravesar Estados Unidos de costa a costa con un fin orgiástico-revolucionario: abrir las puertas de la percepción a través de la ayuda indisimulada del LSD. Es una lástima que a Tom Wolfe no le haya quedado tiempo para presentar con su escritura precisa y despiadada los escenarios ridículos y amenazantes de los años que corren y de los que están por venir.

ACA

VALE LA PENA LEER

¿Por qué la popularidad redescubierta del Posmodernismo se trata de mirar hacia adelante, no hacia atrás?

Debika Ray

Team Disney Building / Arata Isozaki

Traducido por Isadora Stockins

Tomado de Plataforma arquitectura

18 de febrero 2018

La posmodernidad está de vuelta, al parecer, y el mundo arquitectónico tiene sentimientos encontrados al respecto. Este avivamiento se ha estado gestando por un tiempo. En 2014, la revista Metropolis creó una «lista de observación» de los mejores edificios posmodernistas de Nueva York que habían sido pasados por alto por la Comisión de Preservación de Monumentos Históricos de la ciudad, y por lo tanto corrían el riesgo de ser alterados o destruidos. El año pasado, la inclusión de One Poultry de James Stirling en la ciudad de Londres dio inicio a una discusión sobre el valor de los edificios posmodernistas británicos de la década de 1980, cuando alcanzan una edad en la que son elegibles para su inclusión en la lista histórica de Inglaterra. Más recientemente, Sean Griffiths, cofundador de la antigua oficina de arquitectura FAT (Fashion Architecture Taste), advirtió contra un renacimiento posmoderno, argumentando que un estilo que prospera en la ironía podría ser peligroso en la era de Donald Trump, cuando la sátira parece ya no ser una herramienta política efectiva. El debate parece continuar, ya que el próximo año, el museo londinense John Soane está planeando una exposición dedicada al posmodernismo.

Revisiting Postmodernism. Terry Farrell y Adam Nathaniel Furman. RIBA Publishing, 2017

¿Qué significa exactamente un «resurgimiento»? Ciertamente, hay signos de que la estética posmodernista está resurgiendo en popularidad a medida que la gente se cansa de la tranquilidad del modernismo escandinavo y la arquitectura icónica impulsada por la tecnología que había dominado el diseño y la arquitectura en los últimos años. Pero una referencia histórica o un afloramiento del color no es necesariamente un síntoma del retorno del ethos posmoderno así como tampoco una silla Hans Wegner en el lobby de una oficina corporativa es una señal de que estamos adoptando los valores socialdemócratas de mediados de siglo en Dinamarca. La pregunta más interesante es si estamos, o si deberíamos estar, viendo un retorno a la filosofía de la cual surgió el movimiento posmoderno. Y, si es así, ¿qué es exactamente esta filosofía?

Piazza D’Italia / Charles Moore

Estas son las preguntas que son abordadas en el nuevo libro Revisiting Postmodernism realizado en co-autoría por Terry Farrell y Adam Nathaniel Furman. Visualmente tan rico como su tema, es un libro en dos partes: una galería de imágenes arquitectónicas de 47 páginas separada  a su vez en dos secciones. En la primera, Farrell ofrece sus recuerdos personales del auge y la caída de la posmodernidad, basándose en sus experiencias mientras crecía («horrorizado por la introducción de viviendas de gran altura en masa en Newcastle»), el eclecticismo que llegó a apreciar como estudiante y a través de su amistad con los pioneros posmodernistas Robert Venturi y Denise Scott Brown, y su carrera como el arquitecto de estructuras posmodernistas notables como el edificio MI6 en Londres. En la segunda mitad del libro, el diseñador y arquitecto Furman mira la era postmodernista como un estudioso y entusiasta del estilo, pero demasiado joven para haberlo vivido.

708 House / Eric Owen Moss

Ellos enmarcan el posmodernismo no simplemente como un estilo arquitectónico, ni siquiera como un movimiento claramente definido que ocurrió en la década de 1980, sino como una tendencia que ha surgido en el trabajo de arquitectos de todo tipo y en varios momentos de la historia. Hacen referencia a ejemplos bien conocidos de construcciones y practicantes posmodernistas, así como aquellos que se ajustan menos obviamente al paradigma, incluido el posterior abrazo de Le Corbusier de una estética artesanal «terrenal» en edificios como su capilla en Ronchamp, influencia vernácula diseñadores modernistas escandinavos como Alvar Aalto y el expresivo modernismo de Eero Saarinen. Furman señala teóricos como Jane Jacobs, quien abogó por la diversidad y la preservación de las comunidades en el urbanismo, y la exploración de Bernard Rudofsky de la arquitectura vernácula como ejemplos del ethos posmoderno.

Chung Tai Chan Monastary / C Y Lee

El argumento presentado por ambos escritores es que el posmodernismo es una especie de anti-estilo. No está definido por reglas específicas o estéticas, colores brillantes, referencias históricas y colores decorativos, sino por su eclecticismo, inclusividad y contextualidad. Como tal, el espíritu posmoderno se puede ver en la materialidad del brutalismo, la exploración crítica de Superstudio de la grilla como principio organizador y la integración de Charles Correa del simbolismo hindú en sus diseños, así como en los edificios que comúnmente podríamos considerar como posmodernos.

The Factory / Ricardo Bofill

El movimiento, explican, fue una respuesta a lo que muchos vieron como las ortodoxias de la arquitectura modernista, que priorizaban la racionalidad, el progreso y la ciencia, sobre la intuición y la emoción. Mientras que los modernistas buscaban respuestas universales a los problemas locales, los posmodernos intentaron restablecer las lecciones del pasado y la importancia del contexto en la arquitectura y la planificación urbana. Con el tiempo, la posmodernidad se asoció con una estética particular y, al menos en el Reino Unido, con las políticas neoliberales de la era Thatcher, cuando las instituciones financieras de la ciudad de Londres adoptaron su lenguaje visual. Pero, como señalan los autores, no hay nada intrínsecamente corporativo en el posmodernismo: arquitectos como Ricardo Bofill lo han utilizado para construir viviendas sociales en París, así como el modernismo se ha empleado para construir bancos.

Les Espaces d’Abraxas / Ricardo Bofill

En última instancia, Furman y Farrell están tratando de defender la sensibilidad pluralista, contextual e histórica que sustentó el movimiento posmoderno. Farrell enfatiza el reconocimiento del movimiento de la comunidad y la localidad, y su desafío inherente a las estructuras sociales establecidas. Furman señala su potencial emancipador, estableciendo vínculos entre la diversidad y la falta de conformidad que fomenta nuestra condición social contemporánea tanto donde Internet y las redes sociales nos ofrecen referencias culturales de todas las épocas y lugares y donde hay una creciente aceptación de minorías sexuales y diferentes elecciones personales, como cuando la historia se colapsa sobre sí misma y las certezas del pasado se disuelven.

Markthal / MVRDV

No es difícil ver por qué estas ideas están resonando hoy en día, en un momento en que hay una reacción contra el efecto homogeneizador de la globalización y una creciente aceptación de la diversidad. No hay ninguna razón para que estas dos tendencias estén en conflicto, pero en realidad ha surgido tensión entre las dos, cuando en muchos países se ha creado una división teórica entre «ciudadanos de todas partes» y «ciudadanos de algún lugar». Como dice Farrell, en el Reino Unido «la batalla interna del gusto y la cultura en esta isla siempre es una lucha entre lo que es global y lo que es especial para nosotros». En ese sentido, el proyecto posmoderno parece ser vulnerable a la acusación de que es demasiado amplio y demasiado resbaladizo para definir, que está tratando de ser todo para todas las personas. Pero así como no proporciona verdades universales, tampoco pretende proporcionar respuestas o soluciones fáciles. En esta amplitud y apertura yace lo que ha permitido que sus ideas prosperen y quizás continúen haciéndolo.

State of Illinois Center / Helmut Jahn

Debika Ray es una periodista, escritora y editora independiente residente en Londres con más de 12 años de experiencia en una variedad de publicaciones diarias, semanales y mensuales. Hasta octubre de 2017, fue editora sénior en la revista de diseño y arquitectura Icon. También es la fundadora y editora de Clove, una revista sobre la cultura del sur de Asia que se lanzó en 2017.

ACA