
Hotel Moruco
Cuando Juan Pedro Posani dedica un capítulo de la segunda parte de Caracas a través de su arquitectura (1969) a lo que denominó “La arquitectura populista”, centra fundamentalmente su atención en la “quinta”, protagonista principal de las nuevas urbanizaciones caraqueñas, reconociendo en algunas de sus mejores soluciones el interés por recuperar los “elementos plásticos utilizados en defensa contra los elementos (sol y lluvia)” así como los valores permanentes de la arquitectura colonial que Carlos Raúl Villanueva precisó con tanto tino en “El sentido de nuestra arquitectura colonial” (1952). Posani tiene además en mente el ir delimitando lo que podría denominarse como “el ‘carácter’ nacional ” a partir, no sólo de la aproximación hecha por Villanueva a lo que se edificó en la Colonia, sino muy especialmente desde la arquitectura popular, fuente desde donde empezaban a nutrirse algunas experiencias realizadas en la Escuela de Arquitectura de la UCV y algunas casas proyectadas por Carbonell y Sanabria o por Fruto Vivas, señalando así un rumbo y búsqueda distintos al patentado a través del «cliché» que mostraban las viviendas unifamiliares diseñadas para la clase media de la capital. No obstante, tras hacer dicho reconocimiento, Posani no tiene dificultad en afirmar, muy a tono con una actitud que buscaba mas que “reconstruirnos un pasado” el de “inventarnos un futuro”: “que si las intenciones eran básicamente sanas no puede decirse lo mismo de los resultados: la arquitectura populista se equivoca al tratar problemas actualísimos con medios pretéritos”.

Hecho el necesario preámbulo, luce muy acorde con los rasgos atribuidos a “la arquitectura populista” el sumar las experiencias que desde la CONAHOTU se emprendieron en Barinas y Mérida a través de los hoteles Llano Alto (ver Contacto FAC nº 44 del 10-09-2017) y Prado del Río (ver Contacto FAC nº 48 del 08-10-2017), respectivamente. Pero es el proyecto de Fruto Vivas para el hotel Moruco (1955-56) en Santo Domingo (Estado Mérida), el que sin dudas se apropia plenamente de tal calificativo. Aunque cuando Posani acuña el mencionado apelativo tiene en mente (entre otras obras) las casas que Vivas proyectó durante la década de los 50, es el Moruco el edificio público al que mejor le calza y, en consecuencia, no es casual que haya sido un hotel (lugar igualmente residencial) el que se haya prestado para ello.

Así, el Moruco, a pesar de contar con 19 habitaciones dobles, una suite, un conjunto de tres dormitorios con baño central para ocho personas y adicionalmente con 6 cabañas (todos con los respectivos servicios de apoyo), ha sido tratado, justamente, como una casa grande, pero en este caso incluyéndose como referente la vivienda popular andina y no la casona de hacienda como lo hicieran Sanabria y Volante, proyectistas del Prado Río.

Vuelve aquí el lugar a tener un rol protagónico en la toma de diferentes decisiones: un paraje montañoso ubicado a 2.250 metros sobre el nivel del mar, rodeado de vegetación arbórea en su mayoría, desde donde se puede apreciar el panorama de las altas cumbres andinas, los cultivos y las aguas que descienden hacia el río Santo Domingo. Climatología, topografía, visuales, materiales, sistemas constructivos son elementos que el sitio provee y que se intentarán aprovechar al máximo.
Con la actitud con que el campesino se une a la naturaleza en mente, pero a la vez con el talento de quien conoce las ventajas que ofrece la modernidad, Fruto Vivas logra, con el apoyo del Maestro Rodríguez de Lobería, cultor-artesano a cargo del trabajo en madera, resolver una edificación absolutamente integrada al paisaje, relativamente compacta, en la que el sabio manejo del espacio y la iluminación propician con frecuencia el encuentro entre sus ocupantes y mitigan la inevitable segregación de funciones que todo hotel impone.
El esquema de edificio es sencillo: dos cuerpos desplazados sobre un eje longitudinal, articulados por el área de recepción y lobby desde la cual se aprecian los salones recreacionales. El cuerpo anterior, más ligado a la llegada desde la carretera, contiene el salón-comedor para convenciones con sus servicios y el posterior, culminación y remate del eje, las habitaciones, claramente separadas de la circulación general mediante un muy bien logrado espacio de transición integrado a un jardín exterior.

Sin embargo, es tal vez en la decisión de asumir como solución tecnológica plena el uso de la riqueza forestal que el país provee (la madera fue traída del bosque, ya extinto, de San Francisco de Macaira del estado Guárico) lo que aproxima con mayor fuerza este edificio a la línea que ya para ese entonces Fruto Vivas ha emprendido en búsqueda de una expresión cultural propia e independiente o, en otras palabras, de una “arquitectura nacional”. En el Moruco, al igual que en la Casa Palacios de Río Chico, la madera es trabajada no sólo como armazón de las cubiertas o como acabado en pisos, barandas, puertas y ventanas, sino además como esqueleto estructural conformador del entramado de vigas y columnas. Esta circunstancia junto a la combinación equilibrada de la piedra, el friso liso blanco y la panela de arcilla dotan a su fluido espacio del sabor inconfundible de lo autóctono. La crítica a que somete Posani esta actitud basada en el hecho de «que el contexto popular de donde se extraían los modelos formales estaba tan lejos de la Venezuela contemporánea como los contextos culturales europeo o norteamericano», sumada a la afirmación citada en el primer párrafo de esta nota, exagera el peso formalista que sin duda se asume pero pasa por alto la calidad de la arquitectura que mediante el procedimiento se logra. Obviamente la emblemática y genial figura de Fruto Vivas tiene mucho que ver en ello. El error ha sido pretender convertirlo en un estilo.
ACA
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