
Un Domingo de Resurrección pero de 1992 (que entonces cayó 12 de abril), Oscar Tenreiro publicó en la página Arquitectura y Diseño, sección Ciudad, de El Diario de Caracas, donde semanalmente escribían tanto él como Farruco Sesto, el artículo titulado “Llevamos los aleros en el alma”.
Este hermoso texto, protagonista central de la página, estuvo antecedido de la frase: “El éxodo de Semana Santa puede ser también un viaje hacia la memoria”, y ofrecía como abreboca orientador el siguiente párrafo: “Con los deseos de viajar que se dan en estos días, siempre cabe preguntarse qué lo lleva a uno a ciertos sitios de la geografía. Si algunos prefieren centros comerciales y ambientes hoteleros, muchos, muchísimos, buscan encontrarse con algunas cosas que mueven los recuerdos. En esas imágenes siempre está, o casi siempre, la arquitectura, y no es un mal ejercicio tratar de descubrir su fisonomía, los estados de ánimo con que la conectamos”.
Si bien en otro momento comentamos “Llevamos los aleros en el alma” en este boletín (para ser más exactos el 12 de abril de 2020, visitable a través de https://fundaayc.com/2020/04/12/tal-dia-como-hoy-26/), hoy hemos creído oportuno, dada su absoluta vigencia pese a haber transcurrido ya 32 años, transcribirlo literalmente para que cada quien pueda disfrutarlo y llevar a cabo sus respectivas lecturas interpretativas a partir de la sugerente prosa que lo acompaña.
Feliz día de Pascua.

Llevamos los aleros en el alma
Otra vez hemos dicho en esta página que los que aquí nacemos, o los que vivieron aquí su infancia, llevamos en el alma la añoranza de un patio de café. Y si no es ésa la imagen, será otra análoga que evoque brisas benignas, sombras, frescores, contacto con un mundo natural al abrigo de una arquitectura que se va borrando en la memoria, pero que tiene vagos rasgos de pasado, de cosas viejas, de anterioridades que quisiéramos vivir de nuevo, si es que alguna vez en realidad las vivimos. Son sensaciones que nos han marcado a todos de alguna forma y tras de ellas vamos seguramente en días como éstos, de Semana Santa, que se convierten, es uno de los lados buenos del éxodo anual, en tiempos de conexión con lo natural, de búsqueda de un bienestar que los un poco más viejos creemos perdido en situaciones y atmósferas de nuestra historia.
Y ese bienestar, en nuestro clima, está íntimamente unido a la sombra, a la protección de los aleros, a la posibilidad de sentarse a observar lo de afuera desde un lugar en que la brisa nos alcance. Observar lo natural sin estar en guerra directa con él como ocurre en el invierno de tierras lejanas, que nos obliga a entrar rápidamente después de una caminata, entumecidos, a pedirle a la casa que se cierre, que cree calor, que nos permita recuperarnos. Aquí no, aquí llegamos al corredor que es el umbral, que es zona desmilitarizada donde la guerra se resuelve en el reposo, lentamente, hasta que el cuerpo recupera su temperatura luego de sudores y un rato de tranquilidad. Y en ese umbral, que siempre quisiéramos bordeado de árboles que nos permitan alejar el asedio solar, nos gustaría estar un buen rato, tal vez comer allí, si la plaga lo permite y, si no es excesiva, también la hamaca se colgará casi en el mismo sitio. Y eso es así durante todo el año, la situación no cambia sino por las lluvias amenazantes y torrenciales en las que el mismo alero permite observar, también en reposo porque nada se puede hacer durante uno de esos aguaceros, los ratos grises de un paisaje que siempre tiene tonos amarillos y rojizos que hieren la retina.
Y uno puede decir, al hilo de estas ideas, que la casa, el cobijo de tierras frías tiene siempre aspecto de continente, de «contenedor» utilizando una palabra un poco antipática pero que subraya la condición de lugar cerrado. Cualquier casa, porque al construirla obligatoriamente la convertimos en eso, es un objeto en el paisaje. Nuestra churuata, por ejemplo, que puede ser cobijo, alero, hogar (en el sentido de fuego) y dormitorio colectivo es rotundamente objeto, con su geometría impecable contrastando con la selva informe. Pero la casa de tierras frías es además de objeto, algo así como botella, hermética o con aspiraciones de serlo, lugar donde debe transcurrir la vida observando a través de las ventanas. En nuestras tierras calientes, sin embargo, o incluso en las tierras con fluctuaciones limitadas en las que el calor reina (como ocurre hacia el sur brasileño), podría decirse, para jugar un poco con las consonancias, que la casa es «sostenedor», no queremos en ella límites precisos porque nuestro medio no los exige, le pedimos umbrales, transiciones, espacios donde podamos «escampar». Esos umbrales son en realidad muy diversos, no todas las casas tienen corredores. En la ciudad se hicieron imposibles y se llevaron entonces hacia adentro, hacia el patio interno, y el zaguán sirve de umbral que atraviesa lateralmente la sala para llevarnos hacia ese patio umbroso donde la brisa también se mete y donde hacemos la parada que la casa de hacienda permite hacer en el perímetro. La casa de aquí, y cuando decimos casa podemos referirnos a cualquier construcción, siempre pide preámbulos que permitan, como decíamos, que se seque el sudor de la caminata. Hasta que llegó otra manera de vivir un poco prestada, indecisa, marcada por aspiraciones más o menos inmaduras y le quitó a la gente herencias sabias sustituyéndolas por escenografías que siempre están como mal hechas, que exigen estar enchufadas a la corriente, que crearon un nuevo paisaje urbano transicional, despojado, antipático, que nos exige nuevas capacidades para superarlo y encontrar la nueva imagen análoga, válida, si es que la sociedad recupera la lucidez que pareció perder en la transición vacilante hacia lo que se ha llamado modernidad. E iremos descubriendo la sombra, el silencio y el bienestar de antiguas memorias, en lo que hoy hacemos.
O.T.