
El próximo martes 25 de julio Caracas cumple 450 años de fundada. Los días que transcurren no están para celebraciones, menos aún viéndola convertida en gigantesca trinchera negada a doblegarse ante un régimen que, por más que levante la voz, le teme porque sabe que dio y seguirá dando el ejemplo.
Si su cuatricentenario, organizado entonces con bastante antelación, del cual quedaron importantes productos en el ámbito cultural, se vio enturbiado por el terremoto acaecido el 29 de julio de 1967 hoy, 50 años después, otro cataclismo en este caso político y económico de amplias repercusiones sociales, teñido de mucha violencia, será lo que empañe los esfuerzos que se han adelantado para dar lustre y prestancia al onomástico.
Caracas añade al creciente deterioro de sus calles y espacios públicos, al pésimo estado de los servicios, a la maniquea y perversa división entre este y oeste, y al abuso institucionalizado convertido en forma de actuar ante los demás traducido en un permanente “sálvese el que pueda”, una incontrolable inseguridad salpicada de terror que han transformado nuestras casas en refugio prolongado a causa de un toque de queda asumido desde antes del anochecer.
Si su excepcional enclave, su incomparable clima, su noble paisaje desbordado por una sobresaturación sin precedentes, su incontrolable verdor empeñado en aparecer en los lugares más inesperados, el siempre generoso azul de su cielo, su escandalosa fauna y la golpeada afabilidad de sus habitantes nos atrapan, los brutales contrastes que nos explotan en la cara, los malos olores escondidos en cualquier rincón, las calles agujereadas por doquier, el tráfico fuera de toda lógica, el desorden y la anarquía peligrosamente asumidos como parte de nuestra manera de ser y hasta la informal flexibilidad con que se manejan los horarios, muy a menudo juegan en su contra. Despedirse con frecuencia de gente querida que ya no la soporta nos coloca, casi a diario, en un dilema que a muchos otros sirve para reafirmar su convicción de que puede ser y será mejor.
Por y a pesar de todo lo dicho, sin embargo, la “sultana del Ávila” ha tenido y tiene quien le escriba gracias a la relación tensa en la que transcurre el transitar por ella. Sin ir muy lejos, Gabriel García Márquez en su “Memoria feliz de Caracas” (1982), relata magistralmente, tras su llegada de París a finales de 1957, su estar aquí de esta manera:
“ (…) Mi primer domingo en la ciudad desperté con la rara sensación de que algo extraño nos iba a suceder, y la atribuí al buen estado de ánimo que me había inspirado con sus fábulas doña Juana de Freites. Pocas horas más tarde, cuando nos preparábamos para un domingo feliz en la playa, Soledad Mendoza subió de dos zancadas las escaleras de la casa con sus botas de siete leguas.
—¡Se alzó la aviación! —gritó.
En efecto, quince minutos después, la ciudad se abrió por completo en su estado natural de literatura fantástica. Los caraqueños habían salido a las azoteas, saludando con pañuelos de júbilo a los aviones de guerra, y aplaudiendo de gozo cuando veían caer las bombas sobre el Palacio de Miraflores, que para mí seguía siendo el castillo del Rey que Rabió. Tres meses después, Venezuela fue por poco tiempo, pero de un modo inolvidable en mi vida, el país más libre del mundo. Y yo fui un hombre feliz, tal vez porque nunca más desde entonces me volvieron a ocurrir tantas cosas definitivas por primera vez en un solo año: me casé para siempre, viví una revolución de carne y hueso, tuve una dirección fija, me quedé tres horas encerrado en un ascensor con una mujer bella, escribí mi mejor cuento para un concurso que no gané, definí para siempre mi concepción de la literatura y sus relaciones secretas con el periodismo, manejé el primer automóvil y sufrí un accidente dos minutos después, y adquirí una claridad política que habría de llevarme doce años después a colaborar con un partido en Venezuela.
Tal vez por eso, una de las hermosas frustraciones de mi vida es no haberme quedado a vivir para siempre en esa ciudad infernal. Me gusta su gente, a la cual me siento muy parecido, me gustan sus mujeres tiernas y bravas, y me gusta su locura sin límites y su sentido experimental de la vida. Pocas cosas me gustan tanto en este mundo como el color del Ávila al atardecer. Pero el prodigio mayor de Caracas es que en medio del hierro y el asfalto y los embotellamientos de tránsito que siguen siendo uno solo y siempre el mismo desde hace 20 años, la ciudad conserva todavía en su corazón la nostalgia del campo. Hay unas tardes de sol primaveral en que se oyen más las chicharras que los trenes, y uno duerme en el piso número quince de un rascacielos de vidrios soñando con el canto de las ranas y el pistón de los grillos, y se despierta en una albas atronadoras, pero todavía purificadas por los cobres de un gallo. Es el revés de los cuentos de hadas: la feliz Caracas. (…)”
Por otra parte, en clave más reciente e igual de vigente que la manifestada por el Gabo en el fragmento que hemos extraído, Nidia Hernández el 30 de julio de 2013 desde su blog La maja desnuda (vinculado al programa radial del mismo nombre que se transmite en UPV Radio 102.5 FM Valencia, España), encabeza la recopilación de “Poemas para Caracas. Las musas de la ciudad” con el siguiente texto:
“Caracas, ciudad intemperie, ciudad difícil, imposible ciudad, bomba temible de tiempo, resbaladiza, trabajosa, hostil. A veces nos recibe, otras veces no podemos acercarnos y nos bota lejos. Custodia de nuestros afectos, ciudad amante, colateral, renegada, también un dulce amor, que nos acaricia, apenas con su lluvia con sus tardes tornasoladas, con el cielo amable de todos sus árboles, y su luna bruja con estrellas; Caracas constelada, nos observa silente con sus ojos de buda; el Ávila. Nos grita sus mercaderías, pero también nos murmura sus sonidos, que no siempre oímos.
La prefiguro como una muchacha solitaria, abandonada, altanera aunque herida, dadora y mendiga, la hemos encontrado de pie o sentada como esperando que algún transeúnte se detenga ¿A sonreírle? ¿A tocarla? ¿A hablar con ella? ¿A decirle palabras amables? ciudad como cualquier otra sobre la tierra, diminuta como el polvo, inmensa como una luz maestra, con los problemas que tienen todas las ciudades del mundo, la más desordenada, sus casas y edificios no son los más bellos, sus calles no son las mejores, sus habitantes en estos días no son los más amables, sus gerentes no existen. Esta no es, quizás, la ciudad más gentil, pero Caracas te agradecemos tanto, eres la ciudad nuestra de cada día, ciudad símbolo, ciudad espejo, ciudad representación, ciudad reflector, que no esquivan estos poetas que hoy te cantan, Caracas ciudad bendita. Amén.”
Y para no dejar de incluir a alguno de los poemas inéditos recogidos por Nidia Hernández, transportémonos a la Caracas que desde su mirada nos muestra Kira Kariakin:
“Pasaremos
Transeúntes eternos a través de nosotros mismos,
no hay paisajes sino el paisaje que nosotros somos.
Fernando Pessoa
Caracas vive sin nosotros. Somos transeúntes accidentales. Nos ignora en su enfermedad. La enfermedad: nosotros, parásitos, hormiguero que la socava. Ella sabe que pasaremos y llegarán otros.
Esta ciudad nos acuna sin complacencias, con lo mínimo que le resta de amor, atomizado en la espera de tiempos mejores, promesa con visos de eternidad.
En ese transcurso, El Ávila mantiene sus blasfemias dentro arropadas por la sicodelia de sus cambios de color. Estoico tolera tanto lluvias como fuegos y paciente acalla sus maldiciones. Nuestro espíritu se aferra a lo colosal de la montaña; su estatura, una plegaria contundente, visión definitiva para sobrellevar las ausencias.
Nos seguirán otros.
Ante la montaña predarán por partículas de amor.
Pasarán.”
Como se verá, esta semana, a pesar de los pesares, hemos querido transcribir en este espacio algunos textos que, sin pretender emular la obligatoria antología Fervor de Caracas elaborada por Ana Teresa Torres (2015, Fundavag Ediciones), nos hicieran caer en cuenta brevemente lo que esta urbe amada y a la vez odiada ha sido, es y puede ser: valle; memoria; paisaje, mar y montaña; barrios, urbanizaciones y esquinas; calles, caminos y autopistas; casas y mudanzas; libros, ritos y conversaciones; visiones y nocturnidades; distancias, exilios y nostalgias; estallidos, catástrofes y otras destrucciones; ciudad dolida; y ciudad imaginada, categorías todas que el libro de Torres, recurriendo al apoyo de una amplia variedad de géneros y autores de diferentes épocas, completa con cuidadoso tino.
He aquí nuestra modesta contribución en este aniversario al fortalecimiento de una visión que apuesta a la esperanza de que la capital, más temprano que tarde, se convertirá en el más apasionante lugar para poner en marcha ideas, sueños y propuestas muchas por venir y otras por años represadas.
ACA
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